jueves, febrero 28, 2008

Lo mejor y lo peor de la natación a mar abierto

Los dos domingos pasados tuve experiencias muy distintas de las carreras de natación a mar abierto.

La primera carrera fue en Dee why, una de mis playas favoritas para jugar con las olas en bodyboarding. Y olas habían en cantidad durante la carrera. Grandes, hacían difícil la carrera, pues esta vez el recorrido seguía la línea de la playa y las olas venían de lado. Otra particularidad de esta carrera fue que los grupos de salida los hicieron según el tiempo estimado de los nadadores. Nos preguntaron a cada uno cual era nuestro tiempo, y al final me pusieron en el grupo de los lentos, el último. Y claro, como todos éramos lentos no nos adelantábamos unos a otros y así fuimos, en pelotón durante casi toda la carrera. Y a mí que me gusta nadar sin que haya demasiada gente alrededor, tuve que soportar los manotazos del nadador de al lado y las patadas del de enfrente. Al final decidí salir del pelotón, y me encaré mar adentro, donde no había gente. Al final pude disfrutar de la natación, y aquí las olas eran más manejables. Aun a sabiendas de que estaba perdiendo tiempo, me encantó esta parte del trayecto. Hasta que el salvavidas me indicó que empezara a nadar hacia la playa, que ya estaba cerca de la meta. Entonces llegó lo peor.

Ya me dí cuenta de que había problemas con las medusas, pues en una ocasión, en mitad de la carrera, casi atropello a una lancha fueraborda que estaba ayudando a un nadador. Entonces fue cuando oí la palabra "bluebottle", la medusa azul, pequeña pero matona, el terror de estas aguas. Y así fui, nadando con cierto temor, esperando que no me toque ninguno de esos tentáculos azules. Ya cerca de la meta empezé a respirar tranquilo, no me había encontrado con ninguna medusa. Pero fue nada más entrar en la rompiente, cuando estaba intentando tomar una de las olas que me llevara hasta la orilla, cuando sentí esa sensación de calambrazo terrible, primero en un brazo, y luego en las piernas. Seguí nadando, esperando que la medusa, que estaba en mi pierna, se fuera, pero las olas rompiendo alrededor complicaban la cosa, y la medusa se estaba enredando más y más en una pierna. El dolor es imposible de describir. Con una mano intenté apartarla, pero con cada movimiento me parecía que la medusa se enredaba más y más. Y es que las bluebottle, las botellas azules, tienen unos tentáculos larguísimos.

Al final desistí de la batalla, y saqué los brazos al aire, dando la señal al salvavidas más cercano. El salvavidas parecía ocupado en otras cosas, pero al final me vio, y se me acercó con su tabla de surf, tomando las olas de una forma maestra. Nada más llegar, en un segundo, con un movimiento maestro de su mano, me quitó la medusa y me animó a que siguiera nadando, que la meta estaba a menos de cien metros.

Y así fui, dolorido, y mal colocado en la playa, pues las olas me habían llevado a la zona de resaca. Yo que esperaba tomar una ola que me llevara a la playa, ahora me encontraba nadando a brazo partido en contra de la corriente, con dolores terribles en un brazo y las piernas.

Al final llego a la orilla, casi no siento las piernas del dolor. Uno de los salvavidas me ve y me dice que me tome una ducha caliente. Me tomé una, dos duchas, pero el agua estaba más bien templada, y el dolor seguía.

Después de las duchas, ya cambiado de ropa y fuera de los vestuarios, no pude resistir más. Me tumbé en el césped y empezé a sentirme cada vez más débil. Alguien me ofrece hielo para reducir el dolor, otro me ofrece una toalla. Ya no siento las piernas ni los brazos, los labios empiezan a agarrotarse también. Alguien me pregunta mi nombre. "'i'e'o", digo apenas articulando, los labios no me obedecen. "David?", me pregunta, "'o", niego, "'i'e'o". "Ah, Diego?" Me sorprende que me entendiera, pues mi nombre no es inglés. Llegan otros, me ofrecen oxígeno. Todo empieza a parecer más turbio alrededor. Los brazos, piernas, labios, parecen de piedra. El dolor de la picadura ha cambiado al dolor del agarrotamiento mismo de mis extremidades, labios y cuello...

Una hora más tarde empiezo a relajarme. El salvavidas me dijo al principio que mi reacción no era alergia a la medusa (si fuera ya estaría en el hospital), sino una reacción de mi cuerpo al dolor mismo. Me recomendaba que me relajara, sí, fácil de decir. Pero al final empiezo a respirar más profundamente, y poco a poco los agarrotamientos se van. Vuelve el dolor de la picadura de la medusa, pero por lo menos puedo moverme.

Parece ser que yo fui una de las atracciones, pues cuando fui a comer a un restaurante cercano, el camarero se me acerca y me pregunta si era yo al que le habían picado las medusas. Dije que sí, con la vana esperanza que me invitara a un postre o algo, pero nada.

Días más tarde me enteré que en la carrera casi todos los nadadores sufrieron picaduras, y a más de uno lo llevaron al hospital. Con lo que yo no me puedo quejar, y parece ser que me grabaron las cámaras de televisión, pero no dijeron qué programa era.

Aun así, este domingo pasado hacían la carrera que esperaba más, la carrera en Manly. No me la podía perder, hayan o no hayan medusas. Y así me apunté a la carrera, con un poco de aprensión, sí, pero me apunté.

Y qué bien que hice. El cielo azul, el mar transparente, las olas muy educadas, perfectas, ayudaban más que entorpecían la natación. El recorrido fue por una de las zonas más atractivas de Sidney, con gran cantidad de vida marina (la mayoría aprendices de buzos, y algún que otro banco de peces). Y lo mejor de todo, ni una sola medusa. Conseguí mi objetivo de nadar en menos de 45 minutos, y no había demasiada gente nadando a mi lado. Fue la mejor carrera de esta temporada, tan distinta de la de la otra semana.

domingo, febrero 17, 2008

El valle perdido




La otra semana, cuando fui de acampada a las montañas azules, me quedé con las ganas de bajar al valle, un valle tan cercano pero a la vez tan remoto e inaccesible. Bajar al valle y subir otra vez cuesta varias horas de marcha, una marcha bastante dura por las laderas empinadas. Como Mineko sigue en Japón aproveché para hacer una escapada de un dia a este valle perdido, que al fin y al cabo el acceso a este lugar solamente está a un par de horas en coche.

Así, salí a las diez, y a las doce estaba en el aparcamiento del picnic de Wentworth Falls. Era el domingo pasado, y el aparcamiento estaba lleno de coches y autobuses. Claro, el día era ideal. Un dia con sol y fresquito para ser verano, ideal para caminar. Al final aparqué fuera del picnic, no muy lejos de donde empezaba el sendero.

La bajada al valle fue fácil, que al fin y al cabo era cuesta abajo. Eso sí, el sendero bajaba por la pared rocosa al lado de la catarata de Wentworth Falls, y había que bajar por una escalera con peldaños esculpidos en las rocas. Me hacía imaginarme que estaba en uno de los lugares del Señor de los Anillos, solamente esperaba ver a Gollum llevándome a la guarida de Ella-Laraña. Pero no, lo que ví fue a un par de turistas que subían la escalera, poco a poco, cansadas del esfuerzo.

Un poco más de media hora más tarde estaba en el pie de la catarata, donde habían unas cinco o seis personas disfrutando del lugar. Esta gente lo más seguro es que volverían por el mismo camino, las escaleras talladas en piedra. Pero yo tomé el camino que llevaba al valle.

El sendero era lo que se llama un sendero histórico, es decir, que ya no lo mantienen, con lo que en partes estaba obstruído por árboles caídos, y en algunas partes el sendero desaparecía. Al principio del sendero una señal avisaba que solamente vayan los que estén acompañados de alguien con experiencia en orientación. Yo tengo bastante experiencia en esto, con lo que decidí ir acompañado conmigo mismo. La decisión la tomé porque hay un geocache escondido en el corazón del valle, y no me pude resistir a la tentación de ir a buscarlo. Que si alguien ha hecho el esfuerzo de esconderlo, debe de ser un lugar que vale la pena visitar.

Empezé la marcha, y al cabo de unos veinte minutos el sendero desaparece. La intuición me dice que debo seguir hacia abajo, siguiendo el riachuelo, pero el lugar está bastante empinado y cubierto de vegetación, un bosque húmedo muy frondoso, con lianas y helechos gigantes que hacen difícil avanzar. Estaba ya a punto de tirar la toalla y volver, cuando me dí cuenta que el tesoro estaba a unos doscientos metros según el GPS. Esto me dió ánimos, retrocedí unos pasos y encontré la señal del camino, una señal que estaba hecha para los que subían en la otra dirección.

Así llegué al salto del Hipocreno, mi traducción libre de "Hippocrene Falls", el lugar del tesoro. Las instrucciones dicen que hay que cruzar el riachuelo, pero no hay puente ni paso, y el riachuelo estaba bastante crecido, no se puede saltar. Tras unos cuarenta minutos de probar por aquí y por allá, al final encuentro una parte con rocas y troncos, y poco a poco al final llegué a la otra parte, donde estaba el tesoro, en un lugar fácil de encontrar. ¡Por fin! Descansé en el lugar, justo al pie del salto del Hipocreno, pensando quién o qué es el Hipocreno ese, y por qué esta catarata tiene ese nombre.

Seguí el camino, siguiendo el curso del agua, a través de un bosque silencioso, sin animales, sin personas. Estaba solo en medio de la nada. Solamente se oía el murmullo lejano del agua. Siguiendo el sendero con cuidado, usando el sentido de la orientación y el sentido común (que el GPS realmente no sirve para orientarse en un bosque), seguí avanzando hacia el destino.

De repente, el murmullo del agua se convierte en estruendo, y delante de mí aparece, imponente, una catarata de unos cincuenta metros de altura. Fue algo sorprendente, y por unos momentos perdí el sentido de la orientación. ¿Qué hace esta catarata tan alta aquí? Fue como si me hubieran transportado a una selva africana o al Amazonas. Ahora sí que estoy en un lugar completamente remoto y fantástico, en el corazón del valle perdido, lejos de cualquier signo de civilización.

Este debe de ser el salto de Vera, según el mapa. El río de esta catarata me llevará al destino, solamente tengo que llegar a lo alto de la catarata y seguir río arriba. Encuentro otro sendero, y poco a poco subo hasta llegar a lo alto de la catarata. El paisaje desde lo alto era algo excepcionalmente fabuloso. El valle, al fondo, y paredes rocosas por todos los lados. A lo lejos se ve otra cascada de un riachuelo que seguramente está seco gran parte del año, pero que con las lluvias recientes daban al paisaje una belleza primordial, algo que no se puede describir. Sólo faltaba ver a los dinosaurios.

En un valle como éste, a apenas dos o tres horas en coche, hace unos diez años se encontró una nueva especie de árbol. Es un árbol que solamente crecía en ese valle, un árbol de la éra jurásica. Es un pino, el pino de Wollemi, que parece mezcla de pino y de helecho. Tan preocupados estaban los que lo descubrieron que no dijeron a nadie el lugar exacto del valle, y la gente sigue sin saberlo. Trajeron muestras del árbol, y con ellas consiguieron hacer crecer nuevos árboles en invernaderos. Hace unos dos años pusieron los árboles de invernadero a la venta, con la esperanza de que, si por algún accidente (como por ejemplo un incendio) mueren los árboles del valle, por lo menos el árbol seguirá vivo en los jardines de Australia. El árbol lo ví en un invernadero cercano, y es algo precioso, fantástico. De todo lo que hay en Australia, lo que más me impresiona es su flora y vegetación. Hasta los eucaliptos parecen distintos. Los eucaliptos, árboles exóticos en España, están ciertamente en su lugar en Australia.

Dejé este rincón mágico, y seguí camino arriba, a través de un valle frondoso y empinado, entre helechos gigantes y plantas de formas pintorescas. Seguro que ví más de una especie de planta desconocida, que en Australia se siguen descubriendo especies de plantas y animales (sobre todo insectos) cada dos por tres. Pero si ví algo especial, mis ojos de inexperto no lo detectaron, o más bien, todo lo que veían era especial, nuevo, un regalo para la vista.

Casi en lo alto del valle empezé a ver turistas. ¡De vuelta a la civilización! En total la caminata fue unas seis horas, una caminata que quedará en mi mente para toda la vida.

Y todo gracias al geocache.

miércoles, febrero 13, 2008

El día en que un país se disculpó

El día de hoy no ha sido un día cualquiera en Australia. Ha sido un día histórico, un capítulo nuevo en la historia tan corta de este país. Un día que conecta la Australia histórica con la indígena. Ha sido el día en que el gobierno se ha disculpado en público del apartado más bochornoso de su historia.

Todo comenzó en los años veinte o treinta del siglo pasado. Entonces, mientras la gente rica de las ciudades se entretenía con el charlestón, los críos indígenas de las zonas rurales eran separados de sus padres y llevados a misiones cristianas para “educarlos”. De esta manera se suponía que se les estaba ayudando, enseñándoles el lenguaje y cultura “australianas”.

Ya ves, enseñando a los descendientes de los primeros pobladores australianos cómo hablar y vivir en Australia.

Tal vez los que idearon esto fueron gente de ideales que, convencidos que las culturas indígenas eran algo destinado a desaparecer, querían ayudar a los críos para poder adaptarse. Sí, tal vez. Pero estos idealistas se olvidaron del efecto más importante de esta separación. Destruyeron familias y crearon huérfanos, gente sin padre ni madre, sin otra razón que el “educarlos”. Esta pobre gente, la “generación robada”, acabaron en medio de la nada, sin saber de su cultura indígena y sin recibir el calor y el amor de sus padres. Inadaptados en su propio país.

Hoy, por fin, el gobierno australiano ha aceptado y asumido el error que cometieron hace ochenta años. Muy pocos quedan de esta generación robada. La disculpa ha llegado tarde para muchos, pero ha llegado.

Ahora esperemos que la disculpa no sean simples palabras y vengan acompañada de acciones. Los indígenas siguen confundidos, inadaptados en su país. Aun queda mucho por hacer. Pero esperemos que, esta vez, sin separaciones innecesarias.

miércoles, febrero 06, 2008

Montañas azules




Cansado de tanto ajetreo diario, el otro fin de semana decidí irme de acampada. Era un fin de semana largo, el lunes era fiesta, una fiesta especial en la que los australianos celebran el ser australianos a su manera más australiana, que es irse a la playa, o al parque, a encender su barbacoa, y pasar el día comiendo y bebiendo. El sábado me acerqué al centro de Sidney, a ver a la gente celebrar, pero el domingo y lunes, harto de tanto ruido y gente, decidí irme adonde no haya nadie.

Tras un vistazo a mi libro de campings encuentro algo que parece ideal. No hay duchas ni cocina, por no haber no hay ni agua. Con lo que los que vayan no serán familias ruidosas con críos y su radio a toda pastilla. Y decidí probar ese lugar.

Llego el sábado a mediodía. El lugar es ciertamente solitario, no hay ni un alma. Bien, no tengo que buscar sitio donde poner la tienda, lo puedo hacer después, que hay otro camping que tiene río donde nadar, a lo mejor no hay demasiada gente.

Llego al otro camping, y como me temía, estaba lleno de familias con sus críos, sus enormes tiendas familiares, y ruido por todas partes, con lo que huyo despavorido del lugar, y decido hacer un paseo por la montaña para recuperarme del susto.

Este lugar se llama las montañas azules, y se supone que son azules por el vapor de los eucaliptos que forman los bosques de la zona. Digo que se supone porque para mí todo era verde y más verde, pero el lugar era precioso. La flora australiana es tan especial, tan cautivadora. Los árboles no pierden las hojas en invierno, pero mudan la corteza en verano para desprenderse de parásitos.

De vuelta a mi primer camping descubro que hay gente, está casi lleno, pero en un rincón apartado hay espacio. Menuda sorpresa, yo que esperaba estar solo... Bueno, parece que son gente tranquila.

Llega la noche, y se presenta un espectáculo al que los que vivimos en la ciudad apenas nos llega. El cielo, que aparece negro en las ciudades, aquí aparece cubierto por un número incontable de estrellas. Es un cielo sin luna y sin nubes, mostrando su espectáculo de estrellas y planetas, y no puedo resistirme a salir del camping a un lugar más oscuro, a disfrutar de las estrellas. Un par de años atrás estuve a punto de comprarme un telescopio. Al final me compré unos prismáticos, pero vaya descuido, esta vez me he olvidado de ellos. Pero da igual, se verán menos estrellas a ojo descubierto, pero el espectáculo también vale la pena. Y lo mejor de todo es el silencio. Un silencio casi perfecto, solamente perforado a veces por el ruido de aviones lejanos que vuelan al aeropuerto de Sidney, a unas dos horas en coche. En este mundo donde hay tantos estímulos sensoriales, estar una hora bajo el cielo estrellado, sin otra luz que el de las estrellas, y apenas sin ruidos, es todo un goce.

El goce no fue perfecto pues llegaban sonidos de la civilización, y desde el lugar donde estaba se podía percibir el fulgor de las luces de los barrios de Sidney,lejos, casi en el horizonte, pero visibles. De esta experiencia decido que, en mi primera oportunidad, me acerco al club de astronomía de al lado de la universidad, que organizan acampadas para ver las estrellas lejos de las luces de la ciudad, lo que llaman observación a cielo oscuro, donde se pueden ver nebulosas y estrellas lejanas, y donde la vía láctea parece un rayo de luz atravesando el cielo.

De vuelta al camping descubro que uno de los grupos de gente son jóvenes ruidosos que se pasan la noche paseando y haciendo ruido. Vaya, por lo menos están en la otra punta del camping con lo que puedo dormir.

La razón principal por la que quería acampar era para poder escuchar el canto de los pájaros al amanecer. Las aves australianas son también especiales, y algunas de ellas tienen un canto melódico con tonos muy puros, como flautas y campanitas formando una melodía de otro mundo. Y lo que a Mineko y a mí nos gusta más es el despertarnos con esta melodía tan especial. Con lo que me duermo, anticipando el canto de los pájaros al amanecer....

... y me despierta el canto de los pájaros, pero no el que me esperaba, ¡sino el de los loros! Loros ruidosos, haciendo un coro de ruidos desgarradores, a los que se unen las urracas, que también hacen su ruido, a ver quién puede más.

Pero tras este principio de cacofonías tanto loros como urracas se calman, gritan menos a menudo, y entre arranques de cacofonías llega un canto más delicado, el de los pájaros de sonido de flautas y campanitas, a izquierda y derecha, por todas partes. Incluso me parece oír el revoloteo de algún pájaro pequeño que parece estar curioseando cerca de la tienda de campaña. Ah, por fin, ahora siento que estoy de acampada.

Concierto matutino

Me levanto y me lavo la cara con dos dedos de agua de la botella, y tras un desayuno reponedor desmonto la tienda y voy a las cascadas de Wentworth, un lugar especial. Es el primer lugar que visitamos Mineko y yo, aun uno de mis favoritos. Los senderos recorren un acantilado de varios cientos de metros de altura donde varias cascadas arrojan su agua hacia el valle, un valle que parece ser imposible de alcanzar, allá abajo, cubierto de árboles hasta el horizonte. Un valle donde uno se podría imaginar que todavían viven animales desconocidos (y es verdad, que aun quedan muchas especies por descubrir en Australia).

Es un lugar muy popular, y en el sendero me encuentro con gente de todas nacionalidades. Incluso hay un grupo haciendo barranquismo bajando una de las cascadas. Y es que el lugar es cautivador. Me paso el día entero recorriendo senderos arriba y abajo, descubriendo un par de geocaches, y disfrutando del paisaje desde los innumerables miradores. El mirador de los príncipes, el de la emperadora, el de la reina Victoria... vaya lugar con tanta realeza.

Dejo el lugar, cansado en el cuerpo pero recuperado en el alma, dispuesto a enfrentarme a los ruidos y ajetreos de la ciudad.

Pero volveré. Volveré a ver las estrellas, a escuchar el silencio, a despertarme con las flautas y campanitas celestiales de las aves del lugar.