viernes, septiembre 26, 2008

Último día en el corazón de Australia


Sírvame esta entrada para terminar la narración del viaje. La visita a Alice Springs no tuvo nada de especial. Es un pueblo más bien grande en mitad de la nada, al lado de un río seco que según la historia cuando la visita de la reina de Australia (sí, Australia tiene reina) había inundado toda la población. Tiene una población aborígen importante, pero éstos aborígenes no tienen nada que ver con los que me imaginaba durante el viaje. Hay problemas de drogas, crimen y alcoholismo, y el pueblo no ofrece mucho más que unas cuantas tiendas y actuaciones para turistas. Visité una colección de reptiles y tuve la ocasión de tocar lagartos y serpientes, los pocos que me dejaron tocar los críos que estaban viendo la misma función. También me dediqué a buscar tesoros de geocache e hice un poco de mapeado del lugar. Luego, dejé el coche en el aeropuerto y volví a Sidney.

El viaje en sí, lo sé ahora, está a la altura de mi primer inter-rail, cuando descubrí cuántas cosas puede ofrecer el mundo cuando se viaja solo. Este viaje que acabo de terminar, por el hecho de viajar solo, me ha permitido apreciar el silencio del desierto, y sobre todo me ha hecho reflexionar sobre... no sé, simplemente reflexionar, pensar en cosas que no tengan nada que ver con el trabajo. Ahora, de vuelta al bullicio de la vida. Este blog y las fotos de la página de flickr seguirán en el internet, espero, para que me ayuden a recordar estos días, y espero para que animen a otros a viajar solos y ver, oír, tocar, olfatear cosas nuevas.

jueves, septiembre 25, 2008

Camino a Alice Springs



Este es el último día completo en este viaje, mañana vuelvo a los ruidos de Sidney. El plan es recorrer Namatjira Drive, la carretera que lleva a Alice Springs, parándome en todas las atracciones que pueda. Con lo que me levanto temprano y desayuno en el hotel/hostal/camping. Descubro que en la "tienda" del hotel se pueden encargar sandwiches para llevar, e incluso carne para llevar y poner en la barbacoa. Con lo que me pido un sandwich, y después me dedico a hacer llamadas para encontrar alojamiento para la noche. Este es el único día que no había reservado habitación pues no sabía en qué zona pasaría la noche. Llamo a un par de lugares que parecen bien, pero todos están llenos. Al final encuentro un camping en las afueras de Alice Springs con habitación compartida a veinte dólares australianos. Baratísimo, me da mala espina, pero no quiero hacer más llamadas y decido hacer la reserva.

Tras llenar el depósito del coche lo justo para poder llegar a Alice Springs, que la gasolina está carísima en esta parte tan remota, voy a pagar el alojamiento de estas noches pasadas. Para mi sorpresa y disgusto los del lugar quieren que pague la habitación completa, es decir dos camas, en total 60 dólares por noche. Yo insisto que por teléfono me habían asegurado que el precio era 30 dólares, pero ellos no tienen nada escrito, y no me habían dado ninguna confirmación por escrito. Esta gente son un demonio. El lugar estaba medio vacío y no pierden dinero con mi estancia. Es más, si llego a saber que el precio son 60 dólares por noche me lo habría pensado dos veces. Al final me dejan pagar 30 por noche, y salgo pitando de este lugar. La habitación ha sido la peor de todo el viaje, y luego he leído comentarios de este lugar, Glen Helen, diciendo que el precio es carísimo por el servicio que dan. Esto lo afirmo. No me verán más por aquí.

Salgo de viaje. Son antes de las 10, el sol no calienta, y aún hay esa luz suave de la mañana. La carretera está completamente vacía, y a mi lado se extiende el valle con sus árboles en medio del río. Este valle es un valle especial. Aparte de que los ríos van secos, los ríos van cortando las montañas. El valle va de este a oeste, pero los ríos van de norte a sur. Es decir, que el "valle" no ha sido creado por los ríos sino por unos movimientos orogénicos de épocas remotas. Tal vez lo que pasó es que las montañas subieron tan lentamente que los ríos no cambiaron su curso natural y simplemente erosionaron las montañas creando gargantas estrechas por donde pasan. Cada una de esas gargantas acumula agua, tal vez porque el sustrato rocoso no deja que haya agua subterránea, y se convierte en un oasis donde van todos los animales. Por tal motivo todas las gargantas del lugar son lugares muy especiales para los aborígenes, y algunas de ellas son sagradas. Más tarde, ya en Sidney, aprendí que estas gargantas fueron fuente de graves conflictos entre aborígenes y colonos occidentales, pues los colonos se empeñaron en convertir la zona en pasto para vacas. En épocas de sequía las vacas iban a los oasis, convirtiéndolos en barrizales y matando de sed a los otros animales. Las vacas al final acabaron muriendo de sed también pues el agua se había convertido en barro, y los aborígenes tenían que matar las vacas de los colonos porque no quedaba otra cosa que comer. Añade a ésto el que colonos y vacas se empeñaban en ir a lugares sagrados sin pedir permiso, y el conflicto está servido.

Pero esta mañana todo es paz y tranquilidad. Paro el coche y paseo por entre los árboles, disfrutando del silencio de la mañana.

El día transcurre lentamente y me lleva a algunas de esas gargantas, donde descubro algo de esa vida salvaje entre unos pocos turistas que ni se enteran de lo que hay alrededor, aparte de algún que otro wallaby. El lugar que más me gustó fue "Standley Chasm", un lugar donde uno de los ríos ha creado una garganta estrechísima y de paredes verticales, altísimas. Llegué poco después del mediodía, cuando los rayos del sol llegan hasta el fondo de la garganta. Siguiendo el curso río arriba veo más y más gargantas, menos espectaculares pero en conjunto una maravilla. Pienso que esto ha sido hecho por ríos que la mayor parte de su tiempo han estado secos, y me doy cuenta del tiempo que debe de haber transcurrido para llegar a este estado.

El otro lugar que quería ver fue "Simpsons Gap", ya cerca de Alice springs, pero éste lo quería ver a la puesta del sol, cuando los wallabies salen a beber. Con lo que me dedico a pasear por el área semidesértica, y leyendo carteles del paseo de Cassie Hill aprendo de la vegetación del lugar y de sus usos por los aborígenes. Por ejemplo, las raíces de ciertos árboles son lugares frecuentados por orugas comestibles, y las hojas de otros árboles se usan para medicinas e infusiones.

Al final llego a "Simpsons Gap" a la hora deseada. Los turistas han sido reemplazados por wallabies que hacen su cena con la hierba seca del lugar. Descubro un wallaby con dos cabezas, la del adulto y la del bebé que asoma por la bolsa de la barriga. Experiencia australiana total.

Llego al camping ya de noche y descubro que el tal camping es una maravilla. La habitación tiene cuatro camas, todas vacías, con nevera, baño y televisión. Y todo esto por 20 dólares! Así da gusto acabar las vacaciones.

miércoles, septiembre 24, 2008

La tierra de Namatjira




Llega un nuevo día en este viaje tan fascinante, ¿qué me deparará hoy? Empiezo el día con la salida del sol, desde el mirador de Namatjira, el mismo de la puesta de sol de ayer. Esta vez el lugar está desierto, y el valle se muestra enfrente, rodeado de montañas bajas. El cielo raso, sin una sola nube, está dominado por una luna en cuarto menguante. Poco a poco los colores del cielo cambian del azul al rosa, y el sol hace su acto de presencia. Desde este mirador se puede ver la cómo la claridad de oro de los rayos del sol iluminan, primero la cima de la montaña, luego el resto, seguido por las puntas de los árboles del valle, y por fin el valle completo. El día se declara oficialmente abierto.

Vuelvo al hostal, donde me tomo el primer desayuno de hostelería del viaje. Hasta ahora me había preparado yo el desayuno, pero en los últimos días no he podido comprar nada de comida, y no hay tiendas en la zona. Pido un desayuno completo, con sus huevos, bacón, tomate y otras cosillas. Con esto y las sobras de lo que compré en Yulara, al principio de este viaje, tengo que pasar el día.

El plan principal de este día es recorrer la ruta "Pound walk", en la garganta de Ormiston, que la guía turística dice que es lo mejor de la zona. Y así llego a la garganta Ormiston más bien temprano, para poder caminar antes de que el sol caliente demasiado.

La senda me lleva por el lecho de un río seco, un río donde en vez de agua hay eucaliptos. Son los "eucaliptos rojos del río", mi traducción liberal de "red river gums", y solamente se ven en los lechos de los ríos de la zona, donde las raíces beben del agua subterránea. Son árboles majestuosos, de armas retorcidas y corteza rojiza.

Al dejar el río empieza la escalada por la colina de la izquierda, a través de vegetación semidesértica, y bajo un sol que empieza a calentar. El día se presenta ventoso, y a medida que asciendo el viento se torna en protagonista. Ya cerca de la cima el viento empieza a amainar, y en la cima el viento se torna en una brisa agradable. La cima está coronada por un eucalipto fantasma, mi traducción libre del "ghost gum". Este eucalipto tiene una corteza blanca como si lo hubieran encalado, y según dicen (o dice la guía turística) por la noche el tronco refleja la luz de la luna como si fuera un espectro. Delante hay un valle pequeño, rodeado de colinas, con un río seco que lo atraviesa como una gigante serpiente de árboles en un lugar desprovisto de vegetación. Es el valle que voy a recorrer.

Caminando ladera abajo tomo un pequeño desvío para buscar un tesoro de geocache. La casualidad hace que justo a diez metros del tesoro haya una pareja de jóvenes tocando la guitarra y cantando. Tal vez estarán buscando inspiración trayendo la guitarra colina arriba en este desierto, no sé, pero se me antoja surrealista el estar buscando un tesoro en una zona tan remota con música de fondo. Y justo cuando encuentro lo que busco, la música se para. ¿Será un espejismo, o tal vez estoy en una película? Los jóvenes se van, guitarra a cuestas, y me dejan el lugar para poder disfrutarlo sin música ni distracciones.

El camino sigue colina abajo hasta llegar al valle de la serpiente de árboles. Se acerca la hora del mediodía y el sol aprieta más. La falta de vegetación hace que las rocas reflejen el calor del sol, y ahora que no hay ni brisa, el lugar parece un horno. Ahora entiendo por qué recomiendan hacer este paseo por la mañana temprano. No hay sombras, ni animales, ni brisa, ni ruidos. Simplemente un terreno rocoso con apenas unos pocos árboles en el lecho del río, y el sol en lo alto. El único movimiento que se ve es el del lagarto que, tras observar mi caminar desde una roca del camino, se aleja presuroso y se esconde debajo de otra roca.

El camino me lleva de nuevo al lecho del río seco, que ahora corta las colinas formando la garganta de Ormiston. Eucaliptos fantasma retorcidos se aferran a las paredes rocosas, con sus troncos de cal destacándose en el ocre de las rocas. Por fin hay sombras donde poder descansar, y pronto el río empieza a mostrar estanques de agua donde descubro mi primer marsupial de este viaje, un wallaby, que es una especie de cangurito que plácidamente masca hierbas y se rasca la barriga a la orilla del estanque.

Con el agua y los wallabies llegan los turistas con su picnic y sus voces, rompiendo la magia del lugar y llevándome a la otra realidad. Vuelvo al aparcamiento, donde acabo las sobras de pan y mermelada que me sirven de comida de hoy.

El siguiente destino es la garganta de Redbank, otro de los oasis en esta zona. Es un lugar menos conocido por turistas, y su atracción es el estanque del oasis, que hay que atravesar en colchoneta para llegar a la zona alta de la garganta. Se me antoja una aventura estupenda, y allá que voy. Pero descubro que la colchoneta la tienes que llevar tú, y el agua está demasiado fría para intentar cruzar el estanque a nado. Los planes cambian y me dirijo al mirador cercano, donde el valle se muestra majestuoso, con un río ancho de eucaliptos rojos que hacen que el lugar parezca una huerta de frutales más que un río seco. Y acompañándome, como siempre, la soledad y el silencio.

De vuelta al hostel/motel/camping/gasolinera me atiborro de comida a la hora de cenar, que eso de comer pan con mermelada tras tanto caminar da mucha hambre. El restaurante muestra pinturas aborígenes, y en mi sala, la sala Namatjira, aparecen cuadros de este famoso pintor. Hoy he visto los modelos que inspiraron al artista, y he experimentado parte del calor, la soledad y el silencio que supongo que también le acompañaron e inspiraron.

Tras cenar, y para acabar el día, me dirijo al lugar donde empecé el día, el mirador de Namatjira. La noche es cerrada. No se ven montañas ni árboles, y es que no he venido a ver al paisaje terrenal. En lo alto se muestran las estrellas con todo su esplendor, sin luces a varios kilómetros a la redonda ni luna que eclipsen las sutiles combinaciones de estrellas, galaxias y nebulosas del hemisferio sur. Saludo a la Vía Láctea, y voy a la caza de galaxias lejanas, galaxias donde, quién sabe, tal vez haya alguien como yo mirando a las estrellas. Su mirada se encuentra con la mía, pero nunca nos conoceremos. Saludo al misterioso alien, y me retiro a mi habitación.

martes, septiembre 23, 2008

Rocas, árboles y meteoritos




Esta mañana me levanto más tarde de lo acostumbrado. Por primera vez no tengo que ir a ver la salida del sol, y me quedo en el hostal a desayunar. Bueno lo llamo hostal por ponerle un nombre, realmente es un resorte turístico (¿se dice así?), que tiene alojamiento para todos los gustos, desde camping hasta habitaciones de lujo. Mi opción fue la más barata sin tener que acampar. La habitación tiene tres camas y es para cuatro personas, pero en esta ocasión no hay nadie más, es toda para mí. Hay una cocina a compartir entre otras habitaciones pero descubro que no tiene utensilios ni cubiertos, simplemente fogones para cocinar. Necesito un plato hondo, o por lo menos un cazo, donde poner mis cereales con leche, pero no hay nada. Al final voy a la tienda y me compro cubiertos de plástico y uno de esos postres helados. Después de tomar el postre uso el vaso para mis queridos cereales, y a disfrutar del día.

Llego al cañón de los reyes temprano, antes de las nueve. El plan es, como los otros días, hacer el paseo principal de buena mañana antes de que el sol caliente demasiado, y antes de que lleguen los grandes grupos de turistas.

El paseo me lleva por el borde del cañón. Abajo se ve el río seco con sus seres nocturnos misteriosos, y delante de mí el paisaje es rocoso, con colinas de roca pura y arbolitos que desafían el terreno y el clima tan árido del lugar. La combinación de rocas y árboles se convierte en la protagonista de este paseo. Las rocas parecen los restos de unas ruinas milenarias de una civilización perdida. Y los árboles, retorcidos y con pocas ramas, parecen como esculpidos a propósito para crear, junto con las rocas, un paisaje como los que se ven en las pinturas chinas de los museos. Mi afición al bonsai me hace fijarme en estos árboles más que en otra cosa del paisaje. Muchos de los especímenes que se ven en revistas de bonsais y en exposiciones son estéticamente bonitos pero decididamente artificiales. Estos árboles, en cambio, combinan una estética y una forma tan natural que no quiero perderme los detalles, tengo que crear algo así cuando vuelva a mi jardín. La cámara de fotos trabaja sin cesar, y me paro cada cincuenta metros para observar y fotografiar árbol tras árbol. El tiempo pasa, llegan los grandes grupos de turistas, pero yo sigo, absorto, mirando a los árboles e ignorando las vistas de precipicios al tajo que son tan admiradas por los turistas.

Una razón por la que hago este paseo es que hay un tesoro de geocache escondido entre las rocas que quiero encontrar, y poco a poco me voy a acercando al escondite, con el GPS en mano. Mientras camino, parando de árbol en árbol para hacer fotos, oigo a un grupo de turistas estadounidenses decir la palabra "cache". ¿Estarán haciendo geocache también? No estoy acostumbrado al acento americano, tal vez hablan de dinero ("cash")? ¿Será que han perdido dinero y lo están buscando? Yo sigo mi camino, adelantándolos en mi viaje de árbol en árbol, y ellos adelantándome a mí cuando me paro a hacer fotos. Y en una de estas ocasiones uno de ellos ve mi GPS. "¿Ah, haces geocaching?", me pregunta. Pues sí, resultan que ellos también son buscadores de tesoros. Qué casualidad, es la primera vez que me encuentro con geocachers, y encontrarlos en este lugar tan remoto es algo inesperado. Me cuentan que no pensaban buscar tesoros en terrenos difíciles y no tienen detalles de éste, con lo que no vienen preparados. Les ofrezco dejarles mi GPS después de que yo haya encontrado el tesoro, pero al final, como yo me paro tan frecuentemente, ellos deciden seguir su camino. Cuando encuentro el tesoro no les veo por el camino, lástima para ellos.

Sigo el camino, parándome en todo árbol que se ponga por delante, disfrutando del paisaje que se ve desde el borde del cañón, y asombrándome de encontrar el jardín de Edén, un estanque de agua, un oasis en este desierto, lleno de pájaros y animales acuáticos. Es ya casi mediodía, mucho más tarde de lo planeado, y hay tantos turistas que el oasis no se puede disfrutar con tranquilidad, con lo que sigo el camino, casi corriendo ahora, que aún queda mucho que hacer este día.

Acabo el paseo y me preparo para la aventura principal de este viaje, que es el conducir por el circuito Mereenie. Es un atajo por el desierto, una carretera sin asfaltar que me llevará a Glen Helen, la tierra de Namatjira, a través de territorio aborígen. Esta carretera es el motivo por el que he alquilado un 4x4 en vez de un coche normalito.

La carretera me lleva por una zona despoblada, cubierta de vegetación árida. Apenas pasan coches, y cuando uno llega tengo que subir la ventanilla para evitar que entre el polvo del camino. La carretera no está tan mal como esperaba. Podría haber ido en un coche normal con un poco cuidado, pero ya que tengo éste aprovecho para apretar el acelerador para ir lo más rápido posible. Es una carretera recta pero con multitud de desniveles, y en más de una ocasión da la impresión de que el coche salta como si esto fuera un rally.

Llego al desvío de Tnorala. Tnorala es el resto del cráter de un cometa que cayó al principio de los tiempos. En su tiempo el cráter fue de 20 kilómetros de diámetro, pero lo que queda tras la erosión son las rocas comprimidas bajo el impacto, que ahora parecen colinas simplemente por que el terreno circundante, más blando, ha sido llevado por la erosión. Es el cráter dentro del cráter. La carretera del desvío es mucho más difícil y arenosa que la carretera principal, y aquí si que hay que conducir lento para evitar quedarse estancado en la arena. Ahora sí es cuando agradezco haber alquilado este coche, que con no ser un todoterreno por lo menos tiene tracción a las cuatro ruedas.

Tnorala, como tantos accidentes geológicos de la zona, es un lugar venerado por los aborígenes. Cuenta la leyenda que se formó cuando, allá en el cielo, un grupo de mujeres estaba danzando. Una de ellas dejó el bebé en la plataforma donde estaban bailando, y el bebé se cayó de la plataforma, su cuna impactando en la tierra. Las mujeres son la Vía Láctea, y el impacto de la cuna es Tnorala. Esta es la leyenda, que no se aleja tando de lo que dice la ciencia occidental. En tiempos más recientes, antes de la llegada del hombre blanco, hubo una gran masacre entre tribus aborígenes, y desde entonces no se está permitido pasar la noche en el lugar por respeto.

Soy el único en el lugar. Empieza a atardecer, y doy un paseo siguiendo el sendero entre la vegetación. El silencio es absoluto. Aquí no se oye ni la brisa, ni el volar de las moscas. Después de tantas horas en coche, el silencio se nota más, lo llena todo, y en cierto modo amplifica el ruido de las pisadas hasta tal punto que no puedo más, y me paro. Aquí estoy, en el cráter del cráter de un cometa, solo, en silencio absoluto. El tiempo se para y se me antoja que no hay nada detrás de las colinas. Vuelvo a caminar, pero el ruido de las pisadas se me hace insoportable. Al final me quito los zapatos y acabo el recorrido descalzo, en silencio. No soy nadie, simplemente una visión en este lugar tan lleno de leyenda y tragedia. Esta experiencia sin duda será la más impactante del viaje. Me parece que un silencio tan absoluto jamás lo volveré a encontrar, y lo disfruto como una joya preciada y escasa, algo que está destinado a desaparecer de este mundo. Al fin y al cabo, como dice la canción, el silencio tiene sonido, un sonido más fuerte de lo que me podía imaginar.

De vuelta al coche, y al ruido, llego a un mirador donde se aprecia la forma de Tnorala, un grupo circular de colinas en medio de la planicie del desierto.

Llego a Glen Helen a punto de anochecer, justo a tiempo para la función solar de todos los días, cuando el sol pinta las montañas circundantes de oro y púrpura, unas montañas que tan bien supo pintar Albert Namatjira, el pintor aborígen que juntó la técnica occidental con los sentimientos aborígenes, creando una escuela de pintura tan distinta. Alguien que, como descubrí años atrás en un museo de Canberra, fue la primera persona que fue capaz de dar expresión a los eucaliptos y las montañas australianas.

Llego por fin al alojamiento, donde descubro que mi reserva por teléfono no existe. Por suerte el lugar no está lleno y tengo una habitación a compartir, toda para mí. La habitación es más pequeña que la de los otros lugares, con dos literas, y muy rústica. Pero por el precio que me piden no me quejo.

lunes, septiembre 22, 2008

Día ventoso




Es el tercer día de este viaje al centro de Australia. Esta vez quiero ver cómo cambian los colores de Kata Tjuta con la salida del sol, con lo que me levanto antes de las cinco. La noche pasada me acosté más bien tarde con lo que apenas he dormido cinco horas. Pero bueno, esto son las cosas que pasan cuando se va de viaje. Las compañeras de habitación no han venido esta noche, a saber qué habrán encontrado en el desierto, y yo me quedo sin saber si son francesas.

Recojo las cosas a toda prisa, me tomo medio desayuno, ficho la salida en recepción, y salgo de camino a Kata Tjuta, también llamado Las Olgas o Las Siete Hermanas por alguna leyenda que no sé si es aborígen o de los pioneros occidentales.

Descubro con asombro que el parque está cerrado, he llegado demasiado pronto y no han abierto las puertas todavía. Con lo que espero en el coche, haciendo cola con los otros madrugadores, tal vez ellos también quieren ver la salida del sol desde Kata Tjuta. Al final abren las puertas y allá que vamos.

Conduzco más bien rápido, que el lugar está a media hora de camino, y empieza a clarear. Al final llego al mirador, y descubro con gozo que está vacío, es todo para mí. A los pocos minutos llega una furgona con jóvenes aventureros, y luego otro coche, pero ya está. Los demás deben de estar esperando en Uluru.

Delante de nosotros se nos muestra la silueta de Kata Tjuta. Son un conjunto de colinas rocosas con formas redondeadas, restos de montañas viejísimas. Y es que esta parte de Australia no ha sufrido movimientos geológicos en los últimos cientos de millones de años. Estas montañas son mucho más viejas que los Pirineos, los Andes o el Himalaya. Y como apenas llueve, la erosión es tan lenta que aún quedan restos. El lugar es viejo, viejísimo, y así lo parece.

A lo lejos, en dirección este, se ve la silueta de Uluru. El día está nublado, y el cielo y las nubes parecen estar jugando con él. En cambio, Kata Tjuta sigue oscuro y silencioso. A medida que el cielo clarea se hace más evidente que el espectáculo no va a ser Kata Tjuta sino Uluru. Las nubes no dejan que el sol pinte con sus colores las montañas. En cambio, las nubes se tornan protagonistas y empiezan a abrir huecos por donde pasa la luz de la aurora. Seguimos contemplando a Uluru, y vemos que sus bordes empiezan a ponerse como al rojo vivo, como si fuera un gran pedazo de hierro al fuego. Y es que el sol ha conseguido desasirse de las nubes, y está saliendo, exactamente detrás de la roca. El espectáculo de Uluru roba a Kata Tjuta de todo protagonismo. Y así el sol, por entre las nubes, empieza a iluminar el día, lanzando rayos sobre Uluru como si estuviera comunicándose con él. Si hay una roca que tenga vida propia, ésta debe de ser Uluru.

Después del espectáculo de la salida del sol tan especial, acabo mi desayuno, me afeito y me dirijo a Kata Tjuta, a pasear por el Valle de los Vientos. El día sigue nublado con lo que me llevo la rebeca por si las moscas.

Lo mejor de Kata Tjuta es que hay mucha menos gente que en Uluru, y puedo disfrutar de gran parte de las colinas a solas. En cuanto entro en el valle empieza a levantarse viento, ¿o tal vez siempre hace viento aquí? Descubro tras leer en los carteles que partes del valle son sagradas y solamente los jóvenes aborígenes pueden entrar durante su ceremonia de iniciación. Como parte de la ceremonia tienen que pasar un tiempo en la cabecera del valle y cazar animales.

El viento arrecia cada vez más fuerte, un viento cada vez más frío, y al final me tengo que poner la rebeca. El Valle de los Vientos hace honor a su nombre.

Después de este largo paseo me acerco a la garganta Walpa, que me parece que quiere decir la garganta de los vientos, y en verdad, el viento aquí es incluso más fuerte. Me cuesta caminar, y ahora el frío me hace ponerme el chubasquero por encima de la rebeca. Y justo a tiempo, pues de repente se forma un chubasco de gotas gordas y calientes. El viento y la lluvia convierten este corto paseo en toda una aventura.

Pero al final llega el momento de dejar Kata Tjuta y Uluru. Mi plan es pasar la noche en el cañón de los reyes, a unos cuantos cientos de kilómetros de distancia, y ya es mediodía. Empieza la segunda etapa del viaje.

El día sigue frío y ventoso, parece ser que los vientos han salido del valle a dar una visita por los alrededores, y me acompañan por una carretera casi desierta. Durante el camino paro en un par de sitios, marcando lugares para luego poder añadirlos al mapa de OpenStreetMap que estoy creando con otros miles de personas, y buscando tesoros de geocache, que aquí también hay. Y gracias a estos tesoros descubro vistas que seguro no habría encontrado. En una de ellas se ve a lo lejos el monte Connor, una montaña que muchos turistas recién venidos de Alice Springs confunden con Uluru. El viento ha levantado una capa de polvo, y desde el mirador la montaña se ve muy lejana y poco clara. En otra ocasión el geocache está en un mirador de lagos de espejismo. A lo lejos se ven lagos secos, pero que aparentan estar llenos de agua por la sal que han dejado.

El tiempo pasa, y al final llego al hostel de Kings Canyon poco antes de la puesta del sol, y antes de que éste se vaya a visitar la otra parte del mundo decido entrar en el cañón, que se supone que esta parte del cañón se ve mejor a esta hora.

Llego a la base del sendero cuando apenas quedan unos minutos de sol y los pocos turistas que hay están de vuelta en el aparcamiento. El valle está ya en sombras y solamente las rocas a lo alto tienen luz. Pero decido entrar, ya que estoy aquí, mejor ver lo que hay.

El valle lo recorre un río seco, pero la vegetación indica que el agua no está lejos. Con la puesta de sol empiezan a oírse los sonidos de aves y animales, y mientras entro me da la sensación que el valle empieza a cobrar vida. Ya no hay turistas, el valle empieza a despertarse y los sonidos sugestivos se muestran solamente para mí. Es una sensación que hacía mucho que no sentía. Cada vez hay más ruidos artificiales en nuestras vidas, y estar en un lugar con solamente ruidos de la naturaleza, sin oír máquinas, radios o incluso voces humanas es una experiencia muy acogedora. Llego al final del sendero, donde empieza la parte sagrada del cañón, pues éste es otro lugar donde los jóvenes de otra tribu hacen su ceremonia de iniciación. Y me siento en el mirador, observando los últimos rayos de sol sobre las rocas en las alturas, y escuchando los sonidos del ocaso. Y la vuelta, ya a oscuras, me hace sentir que durante unos minutos yo también he sido parte íntima de este cañón misterioso.

Ya en el hostal descubro que mi habitación, que es compartida, es toda para mí. Tengo tres camas a escoger, y hay televisor, nevera con leche y tetera con sobrecillos de té y café. Y es que la civilización también tiene sus cosas buenas.

Ceno en el pub restaurante del lugar, donde un grupo de música folk-country actúa y saca a todos los críos con sus padres. Y yo disfruto del espectáculo, pensando que como no tengo críos a mí no me sacarán, cuando la artista apunta a una persona al lado mío diciendo a los críos que es Steven Spielberg en busca de talento. Uno de esos críos sorprende con una actuación con didgeridoo, ese instrumento aborígen tan especial y tan difícil de tocar, y más tarde el crío me pregunta si es verdad que soy Spielberg... y yo le contesto que no, que Spielberg estaba al lado mío, pero que ya no está. Y el niño se marcha todo desilusionado. Tal vez esta noche se le haya quedado grabada como la noche en que Spielberg casi le contrata para la próxima película.

domingo, septiembre 21, 2008

Uluru



El despertador me saca del sueño a las cinco de la mañana. Toca levantarse, que la salida del sol es un espectáculo que no hay que perderse. Los otros ocupantes de la habitación están durmiendo. Son dos jovencitas, creo que francesas, pero no lo tengo muy claro, pues llegaron a la una y media de la mañana, muy discretas y hablando bajito para no molestar, y a esas horas a ver quién se levanta para hablar con ellas. Y parece que eso de ver la salida del sol no les llama, y no se lo reprocho. Bueno, basta de pensar... a levantarse! Sin encender la luz, y evitando hacer ruido, cojo mis cosas y salgo fuera.

Es aun noche cerrada, y a trompicones voy a la cocina común para improvisarme un desayuno con leche, cereales y un plátano. Mientras desayuno aparecen Celia y Javier, que también se han levantado para ver la salida del sol. Van en autobús con guía, y con un poco de suerte la atracción incluye desayuno. Les deseo buena suerte y nos separamos. La noche empieza a clarear con las primeras luces del alba, y hay cada vez más movimiento por la zona. Los turistas están subiéndose a los autobuses, listos para partir. En otros lugares del mundo la hora punta es la hora de ir al trabajo. En este lugar, es el amanecer.

Me junto al tráfico y voy camino a Uluru. Mi primera parada es el mirador de la puesta de sol. El aparcamiento está completamente desierto, y delante de mí está la silueta de Uluru delante de un cielo sin nubes y con colores que van del azul marino al naranja, pasando por toda una gama de azules y rosas. El paraje desierto y sereno, y la roca como si estuviera a punto de despertarse.

Vuelvo a la carretera, donde el tráfico es aún más intenso, y llego al aparcamiento del mirador de la salida del sol. El lugar parece un camping más que otra cosa, con multitud de coches y autobuses, y grupos organizados preparando su desayuno. Me imagino que uno de esos grupos es el de Celia y Javier. Encuentro un hueco donde aparcar y a duras penas encuentro un lugar donde ver la roca sin que haya demasiada gente por delante. Justo a tiempo, el sol está a punto de salir. Poco a poco los rayos del sol empiezan a pintar la roca de naranja, empezando por arriba, y bajando hasta llegar a la base y los árboles, hasta que todo el paisaje está bañado por los colores cálidos del sol. Y unos minutos más tarde el aparcamiento se vacía de gente, gente que tiene sus horarios incluso en este lugar tan lejos de la civilización corriente. Otra vez el lugar es para mí. Ahora tengo tiempo para prepararme para el día, afeitarme, y ponerme crema protectora para el sol que ya empieza a mostrar su poder.

Ayer descubrí que los guardias del parque organizan un paseo gratuito con guía a las diez. Son casi las ocho, algo hay que hacer hasta entonces. Con lo que empiezo a caminar alrededor de la roca, empezando por la parte soleada y prediciendo que dentro de poco será un agobio caminar por esa zona por el calor. Esta roca, una vez que me acerco, se me antoja como uno de esos planetas que el principito de Saint-Exupéry recorrió en sus aventuras. Redonda, con recovecos y cuevas por todas partes, rezumando misterio e historias más viejas que el hombre. El tiempo pasa, el calor empieza a notarse. Llego al punto de encuentro donde hacen la visita guiada pero son las nueve, aun queda una hora para el paseo. Con lo que sigo mi recorrido alrededor de la roca, descubriendo partes misteriosas, partes sagradas que no se pueden fotografiar, partes con formas curiosas. El paso del tiempo ha esculpido la roca con figuras caprichosas. La roca misma, roja, o más bien naranja, contrasta con el verde de la vegetación, una vegetación que parece haber sido atraída por la roca por alguna fuerza misteriosa, en un desierto donde no esperaba ver nada verde. Los últimos kilómetros del paseo se tornan en carrera, pues el tiempo parece haberse acelerado y me arriesgo a llegar tarde a la cita con los guardas. Al final llego al coche, sofocado y con apenas quince minutos para llegar al otro extremo de la roca.

Llego al punto de encuentro justo a tiempo, la gente está esperando y el guarda llega justo después de mí. ¡Menos mal! El guarda es una jovencita rubia que al instante se convierte en modelo para mis fotos. Nos cuenta la leyenda de los Mala, una tribu aborígen cuyo totem es un cangurito que desgraciadamente está extinto en forma salvaje y solamente quedan unos pocos ejemplares en cautividad. La historia cuenta de tribus antiguas y un perro gigante, de lucha y huída del peligro. El guía nos lleva a lugares sagrados donde sólo los hombres de la tribu pueden ir, o donde sólo las mujeres pueden ir. Algunos de estos lugares no se pueden fotografiar porque son tabú para ciertos miembros de la tribu, y si alguien las fotografía y las publica hay riesgo de que sean vistas por gente de la tribu que no debiera verlas. Las historias que nos cuenta el guía no son completas porque tienen partes secretas que solamente los miembros de la tribu pueden saber por completo. Son historias que enseñan la tradición y costumbres de la tribu, y solamente los iniciados pueden apreciarlas. Yo me conformo con saber que existen, aunque me apena que estas historias tal vez desaparezcan con los que las cuenten si éstos no encuentran a las personas adecuadas a quien pasar las tradiciones.

Con las historias del guarda me entran más ganas de apuntarme al tour de Anangu y escuchar la historia de Kuniya la pitón, y así lo primero que hago al llegar al hotel es preguntar por el tour. Pero me dicen que se ha cancelado por falta de turistas. Parece ser que los turistas prefieren las grandes agencias, o más bien, las grandes agencias con sus garras que llegan a los países origen de los turistan, los atrae antes de que éstos sepan que hay agencias locales que ofrecen algo diferente. Por suerte hay otra actividad organizada por Anangu a la misma hora, un taller de pintura aborígen, y me apundo sin pensármelo dos veces.

De vuelta al hotel me encuentro con Celia y Javier, que habíamos quedado para comer. Intercambiamos impresiones rápidamente y me voy, dispuesto a crear mi obra de arte aborígen.

En el taller me encuentro con el mismo intérprete de ayer. La artista parece ser una de las dos guías de ayer, quien nos cuenta los misterios de la pintura aborígen. En su cultura no hay escritura, y las costumbres y conocimientos se pasan oralmente y dibujando en la arena o en rocas. Cada pintura tiene su historia que contar, y la mujer nos enseña cómo reconocer los símbolos del hombre, la mujer, el agua, la tierra y la vegetación, y los animales. Nos cuenta varias historias, incluída una versión breve de Kuniya la pitón y Mala el cangurito, mientras dibuja en el suelo, tal vez como se ha pasado el conocimiento de generación a generación. Nos cuenta que Uluru es el límite de cuatro tribus, una de ellas Anangu, su tribu. Todas las tribus de Australia están relacionadas de una forma u otra, y se intercambian historias. Y entre todas las historias hay una historia milenaria especial, compartida entre cuatro tribus. La historia empieza en la punta norte de Australia, cerca de Darwin, y transcurre de norte a sur hasta llegar a una tribu cerca de Adelaide. Cada tribu solamente puede contar su parte de la historia de modo que si uno quiere saber la historia completa tiene que recorrer toda Australia de norte a sur. Y todo esto me hace pensar en la película diez canoas y su historia, tan antigua pero a la vez tan moderna. Al final de sus lecciones nos dice, a través del intérprete: "Bien, os he dado mi historia. Ahora os toca a vosotros, dadme la vuestra". Es como un comercio de historias, algo que tal vez hayan hecho los aborígenes desde el principio de los tiempos. Y sin más, nos da lienzos y pintura, y nos deja pintar. Hice mi obra de arte, o más bien de desastre, juntando hombres, mujeres, canguros y pozos de agua, y luego tuve que explicar lo que quería decir, que ni siquiera yo sabía lo que estaba haciendo... ¡qué vergüenza! Mientras nosotros creábamos nuestras historias (la mayoría contaron la historia de su familia, y hay que ver qué bien que pintaban algunos), la artista creó otra de sus obras. Era un cuadro que representaba la historia de Mala, Uluru, el perro gigante, y los miembros de la tribu huyendo. Luego me pasé por la galería de arte, imaginándome qué historias y secretos guardaban dentro los cuadros expuestos. Al final me compré uno que me contaba algo. Algo que tal vez no sea lo que el pintor quería decir, pero da igual. Es una historia secreta que sólo compartimos el cuadro y yo.

Son más de las cuatro. El calor abrasa menos que ayer, o tal vez me he acostumbrado a él, y me quedo paseando por el lugar entre la roca y el taller de pintura. Los turistas han desaparecido, solamente estamos la roca y yo. Cada metro es distinto. La vegetación se combina con Uluru para crear estampas distintas y artísticas. Después de la clase de pintura todo me parece distinto. Uluru se siente más vivo que nunca, y su belleza roja, majestuosa, se mezcla con el verde de la vegetación. El silencio lo llena todo. El cielo, azul, sin nubes. El suelo, rojo.

Estando así me encuentro con una mujer en bicicleta. Es una bicicleta con aspecto más bien viejo, llena de alforjas. Es la misma mujer que vía ayer en Kata-Tjuta, a unos cincuenta kilómetros de aquí. Le preguto de dónde viene: "de Alemania", me responde. "Sí, ya, pero no has venido en bici desde allí, ¿o sí?", le pregunto con un tono un poco burlón. "Bueno, no, hay partes en donde no pude usar la bici", me contesta. Su nombre es Annemarie, alemana, que una vez soñó con viajar en bici hasta Australia, y dicho y hecho, se pasó seis años en bici para llegar hasta aquí. Fue todo un honor para mí el hacerle unas cuantas fotos para su página web.

Llega la hora de la puesta de sol, y vuelvo al mirador donde empezó el día, hace ya tanto tiempo. El lugar está lleno de gente, han vuelto los turistas. Encuentro un sitio donde aparcar, y enfrente se muestra Uluru, bajo un cielo donde empiezan a aparecer nubes. Las nubes juegan con Uluru, y su figura empieza a llenarse de sombras y claros a medida que las nubes se mueven. Y así, a esta hora del día cuando el color de la roca cambia cada minuto, se juntan las figuras creadas por las nubes, y hacen que a cada segundo la roca cambie completamente. Pero me resistí a la tentación, y solamente hice 27 fotos durante estos minutos.

Ya en el hotel ceno con Celia y Javier. Ellos se van al día siguiente a su siguiente etapa en Kakadu, en el norte de Australia. Tal vez ellos descubran el principio de la historia milenaria. Nos despedimos bajo un cielo estrellado, esta vez sin la molestia del guía turístico. Estuvimos un rato viendo las estrellas, yo con mis libros de astronomía y mi mapa celeste, intentando enseñarles lo que sabía de las estrellas, que no es mucho. Pero por lo menos encontramos la vía láctea y alguna que otra nebulosa.

sábado, septiembre 20, 2008

Viaje al corazón de Australia




De nuevo de viaje, esta vez al centro mismo de Australia. El motivo es, simplemente, que me han dicho en el trabajo que tengo que tomarme unas vacaciones, que he llegado al límite de horas acumuladas y voy a perderlas si no las convierto en vacaciones. Mineko está muy ocupada y no puede viajar, pero yo no quiero perderme estas horas de vacaciones. Dado que a Mineko no le llama el visitar el centro de Australia (mucho calor, sin agua, con mucho polvo y muy poco verde), aprovecho para viajar solo, que el lugar es otra de las partes de Australia que quiero visitar.

El centro de Australia tiene la roca más famosa del mundo, Uluru, cerca de otras maravillas naturales, y algunos restos de cultura aborígen. El viaje promete, y se me antoja pensar que viajando sólo puedo también descubrir algo nuevo, o al menos estaré más receptivo a descubrir cosas nuevas.

El viaje no empieza con buen pie, pues para el taxista que me lleva al aeropuerto es su primer día, soy casi su primer cliente, y él está muy nervioso, cometiendo errores terribles de dirección. Al final tengo que decirle, casi calle por calle, cómo llegar al aeropuerto. Me asombra que gente tan poco preparada para llevar gente pueda trabajar como taxista. Pero bueno, llego al aeropuerto con el tiempo justo pero sin problemas.

Ya en el avión, de vuelo al aeropuerto de Connellan, nuestro destino, empiezo a hacer planes, cuando oigo palabras en español. Descubro que los acompañantes de al lado son españoles, Celia y Javier, que están pasando unas semanas en Australia y su primera etapa es Uluru. Empezamos a hablar, y no paramos hasta llegar al destino, unas tres horas y media más tarde. Y yo que pensaba que me aburriría en el vuelo... con el tiempo que hace que no hablo español, esta oportunidad es de agradecer. Y la coincidencia hace que estemos alojados en el mismo lugar (la verdad es que no hay mucho donde elegir en la zona), con lo que quedamos para después. Por lo pronto nos despedimos en el aeropuerto, que yo tengo que coger el coche de alquiler y ellos van en el autobús. Su plan es apuntarse a viajes organizados en la zona, el mío es ir sin guía, sin que me diga nadie dónde ir, qué mirar, ni qué escuchar.

La zona está en uno de los desiertos australianos. Es invierno, pero el calor es muy fuerte, y seco. El suelo es rojo y polvoriento, pero lo asombroso es que hay vegetación. A pesar del calor y la poca humedad, el lugar tiene gran cantidad de arbustos altos y árboles. No hay colinas, es todo plano, y a lo lejos se ve el objetivo de nuestra visita, Uluru, la gran roca. Me falta tiempo para dejar las cosas en mi habitación, una habitación compartida con cuatro literas, pero que por lo pronto está vacía. Visito la oficina de turismo para ver si hay algo interesante a que apuntarse, y descubro la agencia Anangu, una agencia creada por aborígenes y que se especializa en contar las historias y costumbres de la gente de la zona. Tal vez me apunte a alguno de sus tours, pero hoy prefiero ir a visitar la roca con mis ojos y no con los de un guía. Así, compro algo de agua en la tienda cercana (que el calor abrasa), y salgo camino a la roca.

La roca está allí, enfrente, y poco a poco, a medida que me acerco, se hace más grande y empieza a mostrar algunos de sus detalles. Es algo imponente, una especie de imán que atrae a cualquiera que esté a menos de cincuenta kilómetros del lugar. Una roca roja, de varios cientos metros de altura, con estrías y cuevas en las laderas. La ciencia occidental dice que es un estrato sedimentario que se formó hace más de cien millones de años, cuando la zona era parte de un mar. Fuerzas de la naturaleza y el paso de los eones hicieron que el mar se tornara en desierto, y los estratos horizontales se tornaran verticales, creando la maravilla natural más impresionante que jamás haya visto. Es algo que anima a creer en Dios, o en fuerzas sobrenaturales. Y más tarde descubro que esta roca es verdaderamente el centro espiritual de las comunidades aborígenes de Australia, y casi cada detalle de la roca tiene sus orígenes mitológicos y leyendas.

Tras una corta visita al centro de visita de Uluru, al final llego a la base de la roca. Una senda lleva a la cima de la roca, y un reguero de pèrsonas, como hormigas, laboriosamente suben por la ladera, bajo un calor de justicia. Al principio de la senda hay un cartel que pide, por favor, no subir. Esto es algo que me he preguntado muchas veces. Los aborígenes ruegan a la gente que no suba, pero las agencias turísticas parecen no pasar esta petición a los turistas, y mucha gente que viene a este lugar con la ilusión de escalar la roca se encuentran con este cartel y el dilema, ¿subir o no subir?

El motivo por el que piden que no se escale la montaña, me dice un guía más tarde, no es porque la roca sea sagrada, que no lo es realmente (solamente partes de ella), sino porque es peligroso, ha habido accidentes y muertes por el calor y el fuerte viento, y cuando algo pasa los aborígenes sienten que es en parte su culpa por dejarles subir.

Mi destino no es esta parte de la roca, pero el mapa indica una carretera que no existe para llegar hasta allí. Al final, tras rodear la roca, llego a Kuniya, la parte que quiero visitar. Esta parte está en sombra, que es mucho más agradable. Hay menos gente, y veo a un grupo de turistas con dos guías aborígenes, dos mujeres de edad, con un intérprete jóven y raza indeterminada. El intérprete habla la lengua aborígen y el inglés con acento, pero sus rasgos son más bien asiáticos. Descubro que son de la agencia Anangu, la agencia aborígen. El grupo es muy pequeño, las mujeres guía disfrutan mostrando las costumbres e historias de sus antepasados, y los turistas disfrutan más oyéndolas. Si voy a apuntarme a un tour, decido que será con esta agencia, más íntima que las superagencias turísticas e impersonales que he visto con el poco tiempo que llevo en la zona.

Son ya las cinco de la tarde. El calor sigue pero la luz empieza a hacerse más cálida y suave. Nos acercamos a la hora mágica cuando la roca se convierte en el espectáculo de color que atrae a tantos fotógrafos. Pero ya estoy decidido en apuntarme al tour de Anangu para mañana por la tarde, con lo que veré la puesta de sol mañana. Hoy, en cambio, iré a Kata-Tjuta, otra de las maravillas de la zona.

Kata-Tjuta son unas colinas rocosas a unos 60 kilómetros. Si estuvieran en otro lugar del mundo estas colinas serían la atracción principal. Pero aquí son simplemente algo secundario a Uluru, algo que la gente ve de paso, tras visitar la gran roca. Aun así, a medida que me acerco, las colinas empiezan a imponerse, y una vez que llego al mirador, justo a tiempo para la puesta de sol, las colinas están bañadas de rojo con los últimos rayos de sol. Es algo verdaderamente espectaular.

De vuelta al hotel me apunto a una atracción turística especial. Es noche cerrada y sin luna, y encima de nosotros se nos presenta otro espectáculo de la naturaleza. Son las estrellas, algo que apenas se ve con las luces de las ciudades, pero aquí son protagonistas. La atracción turística consiste en recorrer las constelaciones, mostrándonos las estrellas más importantes, la vía láctea, las nubes de Magallanes que solamente se pueden ver desde el hemisferio sur, y por supuesto la cruz del sur. El hemisferio sur tiene muchas más estrellas que el norte, y cuando tuve la ocasión de ver el cielo estrellado en mi primer año en Australia me quedé prendado con su belleza y gran cantidad de estrellas. Pero este guía turístico es demasiado, pues eso, turístico. El guía rápidamente enseña estrellas y constelaciones, pero no tenemos tiempo de disfrutar de ellas, y enseguida nos pasa de una a otra attración estelar. Es como ir en un autobús turístico. "A la izquierda pueden ver la estrella Arturo, a la derecha la cruz del sur, a la izquierda ..." En el telescopio vemos cuatro cosas y para de contar, y siempre con poco tiempo para disfrutarlas. Toda una decepción, hay tantas maneras de mostrar las estrellas, y este guía escoge una fórmula tan poco atractiva. Menos mal que me he traído los prismáticos, mapa estelar y libro de astronomía. En cuanto pueda haré el recorrido estelar por mi cuenta y sin distracciones.

Bien, el viaje no ha hecho más que empezar. He visto ya muchas cosas, la gran roca me ha impresionado, pero ¿podrá mostrar más de sus encantos mañana? Pronto lo descubriré.