miércoles, enero 28, 2009

Singapur - II


El vuelo de vuelta de España (que ya contaré de España en otra entrada) también hizo escala en Singapur. Esta vez mi plan era ir a donde me llevaran los pies, y los de Nitin, colega de trabajo que está pasando unos meses en Singapur. El avión de vuelta fue tan bueno como el de ida a España, pero estaba lleno, con niños hiperactivos y llorosos que hacían difícil echar una cabezada en el vuelo de 12 horas entre Milán, donde el avión paró una hora para tomar pasajeros, y Singapur. Pero bueno, con mucha concentración y pensando en esas películas de artes marciales donde el bueno consigue descansar aunque alrededor todo sean peleas y gritos, conseguí dormir unas horas.

Ya en Singapur, y tras una ducha en su aeropuerto supermoderno, me encuentro con Nitin, que me espera en la sala de llegadas. La idea es ir a una de las islas que rodean la gran isla de Singapur. Así, tomamos el metro y el autobús para llegar, una hora más tarde, al muelle. Hay varios barcos pequeños que parecen de pesca, pero pronto descubro que uno de ellos es el que nos llevará a la isla Pulau Ubin. Pero llegamos un poco tarde, el barco está lleno, y tenemos que esperar al siguiente. Mientras esperamos llega más gente, y entonces ocurre algo sorprendente. Llega el capitán del siguiente barco y escoge a la gente que va a subir al barco, y nosotros no estamos entre ellos. Parece ser que en esta parte de Singapur no existen las colas. Protestamos, pero el capitán nos habla en malayo y nos da a entender que tenemos que esperar al siguiente barco. Ya nos imaginamos que podemos esperar allí en el muelle todo el día, esperando a que el capitán nos escoja, y peor aún, tal vez para el viaje de vuelta tenemos que esperar más aun. No nos apetece tal proposición, con lo que desistimos de ir a la isla y simplemente damos un paseo por la orilla del mar. Es un mar tranquilo, sin olas, tan diferente del mar australiano. El día, caluroso como todos los días de Singapur.

Después nos dedicamos a la actividad favorita de los singaporeanos, que es el comer. Vamos a un edificio cercano que está lleno de puestos de comida. No hay apenas señales en inglés y los platos son de comida malaya y china, platos que no conozco de nada. Al final voy por lo seguro y pido lo mismo que Nitin, pollo estilo Singapur, delicioso. Y lo mejor de todo es que el precio de la comida fue de 4 dólares singaporeanos, que al cambio actual es como 2 euros. Ya me contaba Nitin que mucha gente vivía en casas sin cocina y salían a comer y cenar todos los días, que la comida es tan barata y buena que no vale la pena cocinar.

Al final Nitin me lleva al centro de Singapur y nos despedimos. Singapur es un país cosmopolita. En cierto modo me recuerda a Suiza. Como Suiza, es un país próspero, centro de comercio y finanzas, limpio y seguro, y con cuatro idiomas nacionales. Sólo le faltan las montañas y las vacas.

Enfrente tengo un mercado chino, a un lado está el barrio indio, y detrás el barrio musulmán. Entro en el mercado chino, donde por supuesto reina el bullicio y todo son productos coloridos y baratos made in China, pero no hay nada que me guste. Llego a Sim Lim Square, un edificio dedicado al comercio de productos electrónicos y me entretengo a mirar prismáticos, que los que llevo son ya muy viejos. El dependiente se percata de mi atención y me dice el precio: 120 dólares singaporeanos. No me convence el producto, que yo quiero algo más pequeño y portátil. Y él que ve que no me interesa me baja el precio: 100 dólares. Dejo los prismáticos en el mostrador, y enseguida me dice 80. Me sigue sin interesar, miro otros prismáticos, y ninguno me interesa, con lo que me voy. Ya saliendo me dice que 50... vamos que si sigo allí me va a pagar él para que me los lleve.

Entro en otra tienda donde sí que tienen los prismáticos que me interesan, pero valen 100 dólares. Finjo que no me interesan, a ver si consigo un precio más bajo, y seguro, me lo rebajan a 85. Pero yo no sé fingir mucho y se nota que realmente sí que me interesan, con lo que no me bajan el precio más. He de decir que estos prismáticos parecen de mejor calidad que los otros, con lo que al final me quedo con ellos. Me quedo pensando que, tal vez si realmente no me interesaran me habrían bajado el precio más, pero bueno, uno que no ha nacido para actuar.

Los pies me llevan al barrio indio. El lugar está lleno de olores exóticos para mí, pero no tengo hambre, que ni estómago está trastocado con la diferencia horaria con España. ¿Qué hora será en España? Mejor no pensarlo.

Llego al barrio musulmán, que me resulta extrañamente familiar. Y es que al fin y al cabo, la mayoría de los pueblos españoles tienen su toque musulmán. Esas calles caóticas y estrechas, tan corrientes en los pueblos españoles, aparecen también en este barrio. La diferencia es que aquí hay una mezquita funcional. Es una mezquita que pensaba visitar, pero coincide que es viernes, día de oración, y la mezquita está cerrada para los no creyentes.

Acabo el día en un restaurante musulmán, donde me sirven más comida deliciosa acompañada de té dulce de menta. Las mesas son grandes y comparto la mía con una familia de gente alegre y habladora. Decididamente, los singaporeanos son gente agradable a los que les gusta el buen comer.

Es hora de volver al aeropuerto. Estoy cansadísimo de tanto ajetreo, del calor, y de poco dormir. El avión es el Airbus 390, ese de dos pisos tan grande. Estoy en el piso de arriba, y el asiento es incluso más espacioso. ¡A medida que viajo en Singapore Airlines me mejoran el servicio! Estoy tan lleno y tan cansado que ignoro la cena que sirven, y la verdad es que lo que ofrecían tenía muy buena pinta.

Me duermo enseguida, para despertar al cabo de unos minutos. Resulta que una de las familias con niños hiperactivos del otro vuelo está también en éste, ¡y esta vez justamente en el asiento de delante! Menuda nochecita que me espera.

martes, enero 27, 2009

Singapur - I



Como buen optimista que soy, mi pensar es que, de las muchas cosas buenas que tiene Australia, una de ellas es que está tan lejos de todo, que para ir a cualquier sitio cualquier otro lugar del mundo se puede visitar de paso. Así, en el viaje que hice a España estas Navidades, aproveché para hacer escala en Singapur.

Y por qué Singapur, y no Bangkok o Dubai? Tal vez en otra ocasión visitaré estas otras ciudades, pero esta vez me decido por Singapur por dos motivos. El primero, porque he descubierto que tiene una colección de bonsais impresionante, y con mi afición a los bonsais espero encontrar fuentes de inspiración. El segundo motivo es la curiosidad por ver si es cierto que la Singapore Airlines, la compañía aérea, as tan buena como dicen.

El vuelo con Singapore Airlines no es el más barato, pero por lo menos no pasa por Heathrow, el aeropuerto de Londres que me ha dado tantos dolores de pie por las distancias que he tenido que recorrer a pie cargado con el equipaje de mano, y tantos quebraderos de cabeza por su tendencia a perder las maletas y por sus medidas antiterroristas tan inconvenientes.

Así, el 15 de diciembre tomo el avión con destino a Singapur. El avión en sí es sorprendente pero en el sentido opuesto al que me esperaba. Es viejo, las ventanas están sucias y la tele acoplada al sillón no sirve para otra cosa que para decoración. Los asientos son estrechos y con poco espacio para las piernas. Vamos, que no es como lo pintan en los anuncios. Por suerte el vuelo es diurno y no tenía intención de ver la tele. Me paso las ocho horas del vuelo leyendo y jugando con mi NDS, cuando no disfrutando de la comida, que eso sí que estaba bien. Y en un cerrar de ojos llegamos a Singapur.

Desde el aire, lo primero que impresiona de Singapur es su puerto. Es uno de los puertos más activos del mundo, y eso se nota. Abajo en el agua se ven cientos de cargueros enormes y petroleros. Cada uno de esos barcos medirá varios cientos de metros, y su tamaño, más grande que los edificios de la ciudad, hacen que todo parezca una maqueta mala donde los artistas no han acertado con la escala relativa de los objetos.

Es hora de comer según la hora local pero mi estómago me dice que no, y de todos modos ya nos han dado de comer en el vuelo. Con lo que dejo el equipaje de mano en consigna y me dirijo a mi destino principal, el jardín chino con su colección de bonsais. El transporte urbano es una maravilla, tan barato, frecuente y puntual, y me lleva a la otra parte de la ciudad-estado en media hora.

El jardín chino está en una parte de Singapur adonde apenas llegan los turistas. La zona está tranquila, y puedo fotografiar los bonsais sin apenas nadie que me estorbe la composición. La colección de bonsais tiene dos partes, la china y la japonesa, que se complementan tan bien. Son como la comida en estos dos países. Mientras que los bonsais japoneses son sobrios y sencillos donde cada rama tiene una posición precisa e incluso un simbolismo especial, los chinos son una explosión de formas y variedades. Algunos penjing, que es así como se llaman los bonsais chinos, son de aspecto salvaje e intentan imitar los árboles modelados por la naturaleza. Otros, en cambio, son completamente estilizados con ramas retorcidas formando símbolos chinos, mezclando la caligrafía con la horticultura. Abundan composiciones donde lo que llama la atención no es el árbol sino la roca donde han puesto el árbol. A mi lado veo cientos de especímenes, cada uno de ellos una obra de arte. Y lo mejor de todo es que apenas hay visitantes de esta colección tan fascinante.

Hay otras partes del jardín chino que tienen más turistas, todos locales, y es que este jardín está lleno de rincones especiales, de gran simbolismo que no llego a entender, y que decido dejar para otra ocasión.

Mi objetivo principal se ha cumplido, ahora ¿qué hago? Saco la guía turística y decido ir al barrio chino, que este barrio chino debe de ser más auténtico que el de Sidney, pues la mayoría de la población singaporeana es de ascendencia china.

El barrio chino es toda una explosión de colores, especialmente de rojos, y hay gran cantidad de tiendas. Lo mío no es precisamente visitar tiendas, y paseo por el lugar, donde casi cada tendero me llama la atención para que vea lo que tienen que ofrecerme. Avivo el paso, no me gusta nada todo este ajetreo. Al final me escondo en un templo budista al final del barrio, donde la gran cantidad de figuras de Buda me da mareos. En cualquier lugar donde miro veo una figura de Buda. Hay Budas gigantes y pequeños, Buda por todas partes. Echo de menos los templos budistas japoneses, que, como sus bonsais, son tan sencillos y que inspiran tanta tranquilidad.

Tenía pensado cenar en el barrio chino pero cambio de parecer y me decido por visitar una zona que, según la guía, es muy popular entre los locales para cenar. Los singaporeanos aprovechan cualquier ocasión para salir a cenar, y se sirven buenas comidas en todas partes. La que voy a visitar se caracteriza por el marisco, y promete.

Tomo el metro pero no me atrevo a coger el autobús porque no entiendo las señales en la parada, con lo que decido ir a pie hasta el mar. El paseo me lleva por zonas más bien cutres y desiertas, y siendo un turista tan aparente como era estaba más bien incómodo, que a saber qué zona es la que estaba pasando. Me conforta el pensar que Singapur es un país con un nivel de vida muy alto y un índice de criminalidad muy bajo, y ya sería mala suerte el ir a parar en un lugar peligroso.

Más de media hora más tarde llego a la zona de la costa. Estoy cansado del viaje y la caminata, pero descubro que no es la zona de restaurantes. Con lo que me toca caminar más, siguiendo la costa. Ya es noche cerrada y a mi alrededor veo a grupos de jóvenes disfrutando de la noche, unos en bici, otros en patines, otros con su barbacoa, o acampando en el césped. Yo estoy agotado y hambriento, sin saber realmente si hay algún restaurante que valga la pena. Todos los restaurantes que veo me parecen o demasiado cutres o demasiado caros, y el cansancio, junto con el calor, que Singapur está prácticamente en el ecuador, hacen que me sea cada vez más difícil juzgar los restaurantes.

Al final, unos cuarenta minutos más tarde, cuando ya empiezo pensar en tomar un taxi que me lleve al aeropuerto, llego a una zona de marisquerías populares. Son restaurantes grandes, y con terraza dando al mar y llenos de gente. Creo que he llegado a mi destino.

Me decido por el restaurante Jumbo Seafood, donde pido la especialidad singaporeana: cangrejo al chili, y cerveza para aliviar la sed. Me sirven un plato con un cangrejo enorme, el padre de todos los cangrejos, junto con unos cascanueces para romper la cáscara. Y disfruto como un crío rompiendo la cáscara y manchándome las manos con salsa de chili. La salsa no es tan picante como me temía, y el cangrejo está simplemente delicioso. La mesa es enorme y la comparto con una pareja, uno de ellos escocés, con quien por fin puedo hablar algo que no sea trivialidades entre turistas y vendedores.

Ya con el estómago lleno y contento, llego al aeropuerto y tomo el vuelo con destino a Barcelona. La cena que sirven en el vuelo tiene muy buena pinta pero la ignoro, que aun me estoy relamiendo del cangrejo. Esta vez el avión es mucho mejor, con más espacio en los asientos y un televisor empotrado enorme donde puedo ver películas a mi antojo. Pido un Singapore Sling, el cóctel más conocido de Singapur con vodka, cointreau y alguna que otra cosa más, veo algo en la tele y al final me duermo, que el día ha sido muy largo.