Hace unos días volvimos de un viaje a la Australia tropical. El motivo principal fue visitar la gran barrera de coral, que nos encantó. Pero el último día de nuestra estancia en Cairns no sabíamos que hacer, y decidimos alquilar un coche y visitar algún lugar cercano. El norte ya lo habíamos visitado en un viaje anterior, con lo que buscamos algo en el sur. En la oficina de turismo de nuestro hostel vimos un folleto de un tal Paronella Park, a hora y media en coche. El folleto contaba cosas misteriosas de un lugar de sueños, pero no aclaraba nada de qué se trataba.
Cuando fuimos a la oficina de alquiler de coches y les dijimos que pensamos ir hacia el sur, nos preguntaron si pensábamos ir a Paronella Park. Nos dijeron que vale la pena visitarlo, con lo que al final decidimos ir a ver el tal lugar de sueños.
De viaje a Paronella Park vemos que el paisaje se torna más rural y menos turístico (¡qué alivio!). Llegamos a una zona de campos de plataneros, papaya y caña de azúcar. Paramos en una tienda donde venden plátanos y papaya del mismo huerto... ay que ver qué delicia.
Al final llegamos a Paronella Park, y el dueño nos saluda efusivamente. Nos habla de las maravillas que vamos a ver. Nos cuenta que compró el terreno por las ruinas y el misterio que encierra, y que cada vez descubre más y más cosas acerca de esas ruinas. Tales ruinas son de un castillo que un soñador catalán construyó en el lugar.
Nos hizo ilusión saber cuál es la historia del emprendedor catalán que decide construír un castillo en un lugar perdido de la Australia tropical, y al final entramos.
Mi primera impresión fue un poco decepcionante, pues no eran más que unas ruinas con poco valor histórico, pero el lugar en sí era muy atractivo. Pero a medida que recorrimos las ruinas, algo especial nos entró dentro de nosotros. Empezamos a imaginarnos la historia de José Paronella, un panadero catalán que emigró a Australia en busca de fortuna para volver a España y casarse. En Australia trabaja como mozo en los campos de caña de azúcar. Hombre energético, a base de esfuerzo consigue acumular algo de dinero que le permite comprar unos terrenos. Decide trabajar en sus terrenos, mejorarlos, y venderlos a un precio más alto. Su gran sentido de la oportunidad y su esfuerzo incansable le permiten amasar gran cantidad de dinero comprando y vendiendo campos de caña de azúcar. Cuando al final volvió a España con su fortuna, descubre que su prometida se había casado con otro. Decepcionado y sin saber qué hacer, se propone a la hermana menor de su prometida perdida, y los dos se vuelven a Australia, a construír un lugar de ensueño para ellos. Y así, José y su mujer construyen un castillo en medio de la selva tropical Australiana. El tiempo pasa, los dueños pasan a mejor vida, y el castillo se abandona a la selva. La selva tropical sólo necesita unas pocas décadas para invadir el castillo, con ayuda de unos cuantos ciclones e inundaciones. Y en esto llegamos Mineko y yo al lugar.
Recorrimos la zona, vemos muros derribados, mesas y asientos de piedra, una escalera impresionante, macetas de piedra en medio de la selva, y el lugar se nos antoja como un templo perdido en centroamérica o Tailandia. El lugar tiene magia que nos transporta a lugares exóticos y tiempos lejanos. Y pensar que estas ruinas son de solamente unas décadas...
Pienso que el esfuerzo de José no fue en vano. Su energía y sus sueños han quedado en este rincón de Australia para siempre. Lástima que sólo hayamos podido pasar unas horas en este lugar. El tiempo se nos pasó casi si pensar, y a poco perdemos el avión de vuelta a Sidney. José nos llama, tenemos que volver.
Una excusa perfecta para volver a Cairns, visitar el lugar de nuevo, y ya que estamos ver la gran barrera de coral otra vez.
jueves, septiembre 27, 2012
sábado, agosto 04, 2012
Roma: Vedi, vidi, pero no vinci
Hace unas semanas tuve la oportunidad de visitar Roma para atender un congreso. El congreso fue en un centro de investigación médica en las afueras de Roma. La verdad es que la ocasión no fue la mejor para la visita por varios motivos. Primero, hace apenas un mes estaba en España, casi al lado desde la perspectiva de Australia, pero no pude conectar los viajes. Total que en un mes he viajado a España, Australia, Japón, y ahora a Italia. Segundo, el tema del congreso no es mi punto central de mi investigación. Más bien, me parece que mi ponencia es una de esas raras en la periferia del tema del congreso. Con lo que muy pocas de las otras ponencias están relacionadas directamente con mi trabajo. Pero bueno, dejemos el trabajo a un lado, y hablemos de Roma.
Las guías turísticas hablan de los peligros de Roma para los turistas por la cantidad de gente que intenta aprovecharse de los turistas… y tienen razón. Mi hotel está en las afueras de Roma, pero más cerca del aeropuerto que el centro, y mi taxista insistía en pedirme más del doble de lo que se suele cobrar para llegar al centro. Y es que decía que el hotel está lejos del centro. Y yo me pregunto, ¿será que los taxistas sólo saben ir del aeropuerto al centro, y luego desde allí hasta el destino? Al final conseguí un precio más bajo, pero aun así mucho más alto de lo que realmente debería costar… y luego me dijeron en el congreso que otros pagaron mucho más. Así que… ¡cuidadito si vienes a Roma!
Pero Roma tiene algo que otras ciudades no tienen, y son sus restos arqueológicos. He visto fotos y películas del coliseo, pero eso no me preparó para la primera visita. El coliseo es…. pues colosal. Ta vez sea porque lo que se ve ahora es el esqueleto, las trazas de lo que fue en su momento glorioso y la imaginación llena los huecos y añade más detalle, no sé, pero es algo que me llegó directo al corazón. Y al lado está el foro romano, con restos de construcciones a cuál más grandiosa.
Hice mis paseos turísticos solo, simplemente con la ayuda de mi GPS y un par de aplicaciones turísticas en el iphone. En cada esquina, en cada calle, había alguna iglesia enorme, o una plaza llena de restos romanos. En cierto momento mi punto de vista cambió. Estoy en la Roma antigua. Mis ojos ven por encima de las ruinas y descubren el mármol que ya no está porque algún papa o rey se lo ha llevado a su museo. Los gatos que llenan una de esas ruinas se me antojan descendientes directos de los que pululaban la misma plaza dos mil años atrás. Y yo sólamente veía la roma moderna cuando, de paso entre una ruina y la siguiente, tenía que sortear el tráfico, un tráfico que me parecíó caótico al principio pero ahora se me antoja algo orgánico y con vida propia, que se tiene que tratar ignorando las señales de tráfico, que nadie obedece, como si fueran obra del diablo y que hay que evitar a toda costa.
Me parece que este viaje me dejará huella, para bien y para mal. Lo peor fueron los taxistas y gente del transporte, pues decidieron hacer huelga y, aunque dijeron que dejarían algunos servicios en algunas líneas, o bien cambiaron de idea y yo no me enteré, o los empleados del transporte público no sabían lo que estaban haciendo ni quién estaba haciendo huelga (para deleite de los taxistas). Lo mejor fueron los restaurantes, o por lo menos los que visité. En el primero, Abruzzo, cerca de la famosa fuente de Trevis, era un restaurante pequeño donde el dueño se deleitaba hablando con los comensales, sugeriendo comida (y qué platos mamma mía) y ofrecieno chupitos de licor después de la cena. En el segundo, La Taverna dei Amici, un restaurante más grande pero lleno a rebosar, donde me ofrecieron una especie de espaguetis hechos a mano que me llevaron al séptimo cielo. Lo peor fue la falta de organización y la falta de información, esto era un caos en todas partes. Lo mejor fueron esos restos gigánticos del Coliseo, las termas de Caracalla, las ruinas majestuosas del foro, y la sorpresa de encontrar un monumento asombroso a la vuelta de la esquina.
Roma tiene dos corazones, o dos vidas paralelas que coexisten en cierta extraña armonía o conflicto, según cómo se mire. El contraste entre los restos antiguos y la vida moderna es tal, que uno se pregunta cómo fue que los romanos pudieron llegar a formar tal civilización, y dónde está el legado de tal cultura en la vida moderna de Roma.
Veni, vidi, pero no vinci.
lunes, junio 25, 2012
Adiós a las vacas azules
Acabo de leer que parece ser que un grupo de desalmados cazadores furtivos entraron en la reserva marina de Shelly Beach y se llevaron varios de sus meros azules:
http://www.smh.com.au/environment/animals/protected-fish-may-be-on-a-plate-after-nighttime-raid-20120615-20f9w.html
La primera vez que vi a uno de estos peces me impresionó su tamaño y su docilidad. Llegué a acostumbrarme a ellos, hasta el punto que una inmersión sin ver una de estas "vacas azules", como dijo alguien, me sabe a poco.
La alegría que me daba siempre que veía uno de estos peces gigantes, mansos y amistosos cuando nadaba o buceaba, no puede describirse con palabras. Hay que verlos para experimentar esta sensación. Desgraciadamente, tal vez no les vea más.
Sirva como tributo esta foto de uno que fotografié en Shelly beach, y que tal vez no vuelva a ver.
http://www.smh.com.au/environment/animals/protected-fish-may-be-on-a-plate-after-nighttime-raid-20120615-20f9w.html
La primera vez que vi a uno de estos peces me impresionó su tamaño y su docilidad. Llegué a acostumbrarme a ellos, hasta el punto que una inmersión sin ver una de estas "vacas azules", como dijo alguien, me sabe a poco.
La alegría que me daba siempre que veía uno de estos peces gigantes, mansos y amistosos cuando nadaba o buceaba, no puede describirse con palabras. Hay que verlos para experimentar esta sensación. Desgraciadamente, tal vez no les vea más.
Sirva como tributo esta foto de uno que fotografié en Shelly beach, y que tal vez no vuelva a ver.
jueves, mayo 24, 2012
Alrededor de Izu, Japón
La península de Izu es muy popular para turismo japonés por su cercanía a Tokio, su geografía montañosa y los numerosos puntos de aguas termales donde tomar baños. La costa este está más desarrollada para el turismo, pues es más accesible desde Tokio, pero Mineko y yo decidimos probar la parte oeste. Y descubrimos que esta parte tiene su encanto, en cierto modo.
Nuestra primera parada fue la cuidad de Mishima. Llegamos tras un largo viaje en avión desde Sidney, Australia, y un par de trenes. Estábamos cansados de tanto ajetreo, y llegamos sobre la 9 de la noche. Habíamos comprado cena para llevar en una estación de tren y cenamos en el tren mismo, antes de llegar al hotel. Con lo que, nada más llegar al hotel fuimos derechitos a sus baños termales.
El baño es lo que se llama onsen, y es un baño común separado por sexos donde la gente primero se limpia a fondo en una ducha con jabón, y luego entra en las aguas termales completamente desnudos. En una ocasión (pero no esta vez) descubrí que a veces, a pesar de haber dos entradas separadas por sexo, el baño en sí es mixto... qué vergüenza que pasé. Pero bueno. Los baños esta vez eran distintos para cada sexo, estaban en el último piso, y tenían baño interior y sauna… qué gozo.
Al día siguiente por la mañana repetimos los baños, que hay que aprovechar. Entonces fue cuando vi el monte Fujiyama como telón de fondo… la primera vez que veo "Fuji-san", como se dice en Japón, tras tantos años de visitar el país. Y lo mejor de todo, los baños incluían una sección de "rotemburo" o baño al aire libre.
La ciudad de Mishima tiene sus atracciones, como el templo del siglo octavo y el parque, pero lo que más me gustó fue la imponente figura de Fujji-san. Pronto tomamos el tren y autobús hacia la costa oeste. El terreno se hizo cada vez más montañoso y menos poblado, hasta que al final las montañas se tropezaron con la costa. El resultado era una gran cantidad de acantilados, islas diminutas y rocosas, y pueblecitos aislados y de difícil acceso.
El autobús nos dejó en nuestro destino, el pueblecito de Dogashima. Mineko había hecho una reserva por internet en una casita de pescadores, y allí que nos dirigimos. No pudimos confirmar nuestra llegada por teléfono, y al llegar descubrimos que no esperaban nuestra visita. Vamos, que no teníamos habitación en la casita. La mujer no nos dio información de qué hacer o adónde ir, pues en ese momento llegó su grupo de pescadores y estaba muy atareada con sus faenas. Con lo que la dejamos, y fuimos a probar suerte a la oficina de turismo. La oficina estaba un poco lejos, pero la suerte nos hizo traer un autobús que nos dejó enfrente de la oficina. Allí encontramos habitación en un hotelito que estaba justo al lado. El precio era mucho más caro de lo que teníamos pensado gastar, pero qué se le va a hacer.
Pasamos el resto del día paseando por el lugar. Un lugar tranquilo, lejos del bullicio que se suele asociar con Japón, y esperar a la puesta de sol que suele ser muy espectacular en esa zona. El paisaje era impresionante, pero la mala suerte hizo que unas nubes ocultaran el sol y nos quedamos sin el espectáculo. A mí no me importó, pero Mineko no paraba de decir que esta costa es famosa por sus puestas de sol y la gente viene de lejos para verlas... bueno, otra vez será.
Mineko llamó al grupo de buceo que pensamos usar el día siguiente, y descubrimos que nos habían reservado una inmersión distinta de la que pedimos por internet. Tras varios minutos al teléfono y una amenaza velada ("contactaremos a otros grupos de buceo"), al final nos cambian la reserva… menos mal.
La lección que aprendí de todo esto, o más bien las lecciones, es que no hay que fiarse ciegamente de las reservas hechas por internet, y que Japón aun tiene algunos valles escondidos donde la tecnología no ha hecho tanta mella, para bien o para mal.
El hotel resultó ser un acierto, pues éramos los únicos inquilinos y como recompensa, y a pesar de haber hecho la reserva tan tarde, la cena que estaba incluída con el precio de la habitación fue un banquete de pescado, incluido sashimi, que fue una delicia. Y las aguas termales, una maravilla. Como éramos los únicos convertimos el baño público en privado. La habitación daba al mar, y nos dormimos arrullados por el ruido de las olas, y con cierta ayuda del sake que bebimos durante la cena, que todo hay que decirlo.
Al día siguiente el autobús nos dejó en el pueblecito de Togu, donde estaba nuestro grupo de buceo. Tenía ilusión comprobar cómo es el buceo en esta zona. La península es el principal centro de buceo de Japón. La razón, pensaba yo, es su cercanía a Tokio, pero no esperaba encontrar nada mucho mejor que lo que estaba acostumbrado a ver en Sidney. Pronto descubrí lo equivocado que estaba.
Hice dos inmersiones (Mineko sólo una especial para recordar la técnica del buceo). Y las dos fueron una maravilla. Había peces en gran cantidad y diversidad, y la flora submarina era espectacular. El agua era templada, más bien fresquita, como en Sidney, pero la flora y fauna eran como estar en un acuario. Y entre inmersiones nos dejaron tomar un baño caliente para recuperar la temperatura corporal… como si fueran aguas termales! E igual lo eran, que me dio la impresión de que todo el mundo tiene aguas termales en sus casas en esta zona.
La tarde la pasamos paseando y disfrutando del paisaje del lugar, y visitando un museo de figuras de arte hechas con cristal… una preciosidad. Y acabamos en un restaurante de sushi local donde la dueña, a la que dijimos que pensábamos tomar el autobús a Shimoda, se pasó un buen rato buscando la mejor combinación de autobuses para nosotros, y sirviéndonos un sushi que para chuparse los palillos, que el sushi no se coge con los dedos.
El autobús nos dejó en Shimoda, y de allí cogimos el tren a Izukogen. Después de la tranquilidad de la costa oeste nos encontramos con el bullicio de la costa este, o por lo menos en el tren, que estaba lleno de turistas pues la ciudad de Shimoda estaba de festival. Muchos de los turistas eran americanos, pues el festival conmemoraba la llegada de los primeros barcos americanos a Japón imponiendo la apertura del país para el comercio americano... los famosos barcos negros, llamados así por ser de hierro, tan distintos de lo que los japoneses habían visto hasta entonces... pero bueno, eso es otra historia. Por suerte, nuestro destino era un pueblecito donde no bajó nadie excepto nosotros, y volvimos a la tranquilidad.
La costa este está mucho más habitada que la oeste, todo eran casitas de vacaciones, y el hotel era un hotel boutique especializado en comida francesa. Pero no cenamos en el hotel, que era demasiado tarde. Yo no tenía hambre después de tanto sushi, y Mineko comió algo que compramos en una tienda de 24 horas, creo que el 7-eleven. Y me dí cuenta que estas tiendas, tan corrientes en todo el Japón, no habían llegado a la costa oeste.
El hotel, claro, tenía su baño termal, y en este caso lo podíamos reservar, y así lo hicimos. Era un baño exterior
La parte este tiene un paisaje muy espectacular, y al día siguiente fuimos a dar un paseo por unos acantilados de roca volcánica y pinos japoneses que parecían de película... y la verdad es que han rodado muchas películas en este paisaje.
La razón principal por la que fuimos a esta parte fue para ver la salida de sol y el eclipse anular. Pero otra vez el tiempo se puso en contra y no pudimos ver ni una cosa ni la otra... lástima.
De vuelta a Tokio pasamos por parajes cada vez más urbanos. Tomamos el shinkansen, el tren bala, pero la velocidad no pasó de los 270 kilómetros por hora... y es que los trenes más rápidos eran demasiado caros para nosotros.
De todo este viaje, lo que más me gustó fueron los baños, el paisaje por encima y por debajo de la superficie del mar, y el ambiente tan rural y pintoresco de la parte oeste. Dejad que los turistas vayan a la costa este.
Nuestra primera parada fue la cuidad de Mishima. Llegamos tras un largo viaje en avión desde Sidney, Australia, y un par de trenes. Estábamos cansados de tanto ajetreo, y llegamos sobre la 9 de la noche. Habíamos comprado cena para llevar en una estación de tren y cenamos en el tren mismo, antes de llegar al hotel. Con lo que, nada más llegar al hotel fuimos derechitos a sus baños termales.
El baño es lo que se llama onsen, y es un baño común separado por sexos donde la gente primero se limpia a fondo en una ducha con jabón, y luego entra en las aguas termales completamente desnudos. En una ocasión (pero no esta vez) descubrí que a veces, a pesar de haber dos entradas separadas por sexo, el baño en sí es mixto... qué vergüenza que pasé. Pero bueno. Los baños esta vez eran distintos para cada sexo, estaban en el último piso, y tenían baño interior y sauna… qué gozo.
Al día siguiente por la mañana repetimos los baños, que hay que aprovechar. Entonces fue cuando vi el monte Fujiyama como telón de fondo… la primera vez que veo "Fuji-san", como se dice en Japón, tras tantos años de visitar el país. Y lo mejor de todo, los baños incluían una sección de "rotemburo" o baño al aire libre.
La ciudad de Mishima tiene sus atracciones, como el templo del siglo octavo y el parque, pero lo que más me gustó fue la imponente figura de Fujji-san. Pronto tomamos el tren y autobús hacia la costa oeste. El terreno se hizo cada vez más montañoso y menos poblado, hasta que al final las montañas se tropezaron con la costa. El resultado era una gran cantidad de acantilados, islas diminutas y rocosas, y pueblecitos aislados y de difícil acceso.
El autobús nos dejó en nuestro destino, el pueblecito de Dogashima. Mineko había hecho una reserva por internet en una casita de pescadores, y allí que nos dirigimos. No pudimos confirmar nuestra llegada por teléfono, y al llegar descubrimos que no esperaban nuestra visita. Vamos, que no teníamos habitación en la casita. La mujer no nos dio información de qué hacer o adónde ir, pues en ese momento llegó su grupo de pescadores y estaba muy atareada con sus faenas. Con lo que la dejamos, y fuimos a probar suerte a la oficina de turismo. La oficina estaba un poco lejos, pero la suerte nos hizo traer un autobús que nos dejó enfrente de la oficina. Allí encontramos habitación en un hotelito que estaba justo al lado. El precio era mucho más caro de lo que teníamos pensado gastar, pero qué se le va a hacer.
Pasamos el resto del día paseando por el lugar. Un lugar tranquilo, lejos del bullicio que se suele asociar con Japón, y esperar a la puesta de sol que suele ser muy espectacular en esa zona. El paisaje era impresionante, pero la mala suerte hizo que unas nubes ocultaran el sol y nos quedamos sin el espectáculo. A mí no me importó, pero Mineko no paraba de decir que esta costa es famosa por sus puestas de sol y la gente viene de lejos para verlas... bueno, otra vez será.
Mineko llamó al grupo de buceo que pensamos usar el día siguiente, y descubrimos que nos habían reservado una inmersión distinta de la que pedimos por internet. Tras varios minutos al teléfono y una amenaza velada ("contactaremos a otros grupos de buceo"), al final nos cambian la reserva… menos mal.
La lección que aprendí de todo esto, o más bien las lecciones, es que no hay que fiarse ciegamente de las reservas hechas por internet, y que Japón aun tiene algunos valles escondidos donde la tecnología no ha hecho tanta mella, para bien o para mal.
El hotel resultó ser un acierto, pues éramos los únicos inquilinos y como recompensa, y a pesar de haber hecho la reserva tan tarde, la cena que estaba incluída con el precio de la habitación fue un banquete de pescado, incluido sashimi, que fue una delicia. Y las aguas termales, una maravilla. Como éramos los únicos convertimos el baño público en privado. La habitación daba al mar, y nos dormimos arrullados por el ruido de las olas, y con cierta ayuda del sake que bebimos durante la cena, que todo hay que decirlo.
Al día siguiente el autobús nos dejó en el pueblecito de Togu, donde estaba nuestro grupo de buceo. Tenía ilusión comprobar cómo es el buceo en esta zona. La península es el principal centro de buceo de Japón. La razón, pensaba yo, es su cercanía a Tokio, pero no esperaba encontrar nada mucho mejor que lo que estaba acostumbrado a ver en Sidney. Pronto descubrí lo equivocado que estaba.
Hice dos inmersiones (Mineko sólo una especial para recordar la técnica del buceo). Y las dos fueron una maravilla. Había peces en gran cantidad y diversidad, y la flora submarina era espectacular. El agua era templada, más bien fresquita, como en Sidney, pero la flora y fauna eran como estar en un acuario. Y entre inmersiones nos dejaron tomar un baño caliente para recuperar la temperatura corporal… como si fueran aguas termales! E igual lo eran, que me dio la impresión de que todo el mundo tiene aguas termales en sus casas en esta zona.
La tarde la pasamos paseando y disfrutando del paisaje del lugar, y visitando un museo de figuras de arte hechas con cristal… una preciosidad. Y acabamos en un restaurante de sushi local donde la dueña, a la que dijimos que pensábamos tomar el autobús a Shimoda, se pasó un buen rato buscando la mejor combinación de autobuses para nosotros, y sirviéndonos un sushi que para chuparse los palillos, que el sushi no se coge con los dedos.
El autobús nos dejó en Shimoda, y de allí cogimos el tren a Izukogen. Después de la tranquilidad de la costa oeste nos encontramos con el bullicio de la costa este, o por lo menos en el tren, que estaba lleno de turistas pues la ciudad de Shimoda estaba de festival. Muchos de los turistas eran americanos, pues el festival conmemoraba la llegada de los primeros barcos americanos a Japón imponiendo la apertura del país para el comercio americano... los famosos barcos negros, llamados así por ser de hierro, tan distintos de lo que los japoneses habían visto hasta entonces... pero bueno, eso es otra historia. Por suerte, nuestro destino era un pueblecito donde no bajó nadie excepto nosotros, y volvimos a la tranquilidad.
La costa este está mucho más habitada que la oeste, todo eran casitas de vacaciones, y el hotel era un hotel boutique especializado en comida francesa. Pero no cenamos en el hotel, que era demasiado tarde. Yo no tenía hambre después de tanto sushi, y Mineko comió algo que compramos en una tienda de 24 horas, creo que el 7-eleven. Y me dí cuenta que estas tiendas, tan corrientes en todo el Japón, no habían llegado a la costa oeste.
El hotel, claro, tenía su baño termal, y en este caso lo podíamos reservar, y así lo hicimos. Era un baño exterior
La parte este tiene un paisaje muy espectacular, y al día siguiente fuimos a dar un paseo por unos acantilados de roca volcánica y pinos japoneses que parecían de película... y la verdad es que han rodado muchas películas en este paisaje.
La razón principal por la que fuimos a esta parte fue para ver la salida de sol y el eclipse anular. Pero otra vez el tiempo se puso en contra y no pudimos ver ni una cosa ni la otra... lástima.
De vuelta a Tokio pasamos por parajes cada vez más urbanos. Tomamos el shinkansen, el tren bala, pero la velocidad no pasó de los 270 kilómetros por hora... y es que los trenes más rápidos eran demasiado caros para nosotros.
De todo este viaje, lo que más me gustó fueron los baños, el paisaje por encima y por debajo de la superficie del mar, y el ambiente tan rural y pintoresco de la parte oeste. Dejad que los turistas vayan a la costa este.
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