Nuestra primera parada fue la cuidad de Mishima. Llegamos tras un largo viaje en avión desde Sidney, Australia, y un par de trenes. Estábamos cansados de tanto ajetreo, y llegamos sobre la 9 de la noche. Habíamos comprado cena para llevar en una estación de tren y cenamos en el tren mismo, antes de llegar al hotel. Con lo que, nada más llegar al hotel fuimos derechitos a sus baños termales.
El baño es lo que se llama onsen, y es un baño común separado por sexos donde la gente primero se limpia a fondo en una ducha con jabón, y luego entra en las aguas termales completamente desnudos. En una ocasión (pero no esta vez) descubrí que a veces, a pesar de haber dos entradas separadas por sexo, el baño en sí es mixto... qué vergüenza que pasé. Pero bueno. Los baños esta vez eran distintos para cada sexo, estaban en el último piso, y tenían baño interior y sauna… qué gozo.
Al día siguiente por la mañana repetimos los baños, que hay que aprovechar. Entonces fue cuando vi el monte Fujiyama como telón de fondo… la primera vez que veo "Fuji-san", como se dice en Japón, tras tantos años de visitar el país. Y lo mejor de todo, los baños incluían una sección de "rotemburo" o baño al aire libre.
La ciudad de Mishima tiene sus atracciones, como el templo del siglo octavo y el parque, pero lo que más me gustó fue la imponente figura de Fujji-san. Pronto tomamos el tren y autobús hacia la costa oeste. El terreno se hizo cada vez más montañoso y menos poblado, hasta que al final las montañas se tropezaron con la costa. El resultado era una gran cantidad de acantilados, islas diminutas y rocosas, y pueblecitos aislados y de difícil acceso.
El autobús nos dejó en nuestro destino, el pueblecito de Dogashima. Mineko había hecho una reserva por internet en una casita de pescadores, y allí que nos dirigimos. No pudimos confirmar nuestra llegada por teléfono, y al llegar descubrimos que no esperaban nuestra visita. Vamos, que no teníamos habitación en la casita. La mujer no nos dio información de qué hacer o adónde ir, pues en ese momento llegó su grupo de pescadores y estaba muy atareada con sus faenas. Con lo que la dejamos, y fuimos a probar suerte a la oficina de turismo. La oficina estaba un poco lejos, pero la suerte nos hizo traer un autobús que nos dejó enfrente de la oficina. Allí encontramos habitación en un hotelito que estaba justo al lado. El precio era mucho más caro de lo que teníamos pensado gastar, pero qué se le va a hacer.
Pasamos el resto del día paseando por el lugar. Un lugar tranquilo, lejos del bullicio que se suele asociar con Japón, y esperar a la puesta de sol que suele ser muy espectacular en esa zona. El paisaje era impresionante, pero la mala suerte hizo que unas nubes ocultaran el sol y nos quedamos sin el espectáculo. A mí no me importó, pero Mineko no paraba de decir que esta costa es famosa por sus puestas de sol y la gente viene de lejos para verlas... bueno, otra vez será.
Mineko llamó al grupo de buceo que pensamos usar el día siguiente, y descubrimos que nos habían reservado una inmersión distinta de la que pedimos por internet. Tras varios minutos al teléfono y una amenaza velada ("contactaremos a otros grupos de buceo"), al final nos cambian la reserva… menos mal.
La lección que aprendí de todo esto, o más bien las lecciones, es que no hay que fiarse ciegamente de las reservas hechas por internet, y que Japón aun tiene algunos valles escondidos donde la tecnología no ha hecho tanta mella, para bien o para mal.
El hotel resultó ser un acierto, pues éramos los únicos inquilinos y como recompensa, y a pesar de haber hecho la reserva tan tarde, la cena que estaba incluída con el precio de la habitación fue un banquete de pescado, incluido sashimi, que fue una delicia. Y las aguas termales, una maravilla. Como éramos los únicos convertimos el baño público en privado. La habitación daba al mar, y nos dormimos arrullados por el ruido de las olas, y con cierta ayuda del sake que bebimos durante la cena, que todo hay que decirlo.
Al día siguiente el autobús nos dejó en el pueblecito de Togu, donde estaba nuestro grupo de buceo. Tenía ilusión comprobar cómo es el buceo en esta zona. La península es el principal centro de buceo de Japón. La razón, pensaba yo, es su cercanía a Tokio, pero no esperaba encontrar nada mucho mejor que lo que estaba acostumbrado a ver en Sidney. Pronto descubrí lo equivocado que estaba.
Hice dos inmersiones (Mineko sólo una especial para recordar la técnica del buceo). Y las dos fueron una maravilla. Había peces en gran cantidad y diversidad, y la flora submarina era espectacular. El agua era templada, más bien fresquita, como en Sidney, pero la flora y fauna eran como estar en un acuario. Y entre inmersiones nos dejaron tomar un baño caliente para recuperar la temperatura corporal… como si fueran aguas termales! E igual lo eran, que me dio la impresión de que todo el mundo tiene aguas termales en sus casas en esta zona.
La tarde la pasamos paseando y disfrutando del paisaje del lugar, y visitando un museo de figuras de arte hechas con cristal… una preciosidad. Y acabamos en un restaurante de sushi local donde la dueña, a la que dijimos que pensábamos tomar el autobús a Shimoda, se pasó un buen rato buscando la mejor combinación de autobuses para nosotros, y sirviéndonos un sushi que para chuparse los palillos, que el sushi no se coge con los dedos.
El autobús nos dejó en Shimoda, y de allí cogimos el tren a Izukogen. Después de la tranquilidad de la costa oeste nos encontramos con el bullicio de la costa este, o por lo menos en el tren, que estaba lleno de turistas pues la ciudad de Shimoda estaba de festival. Muchos de los turistas eran americanos, pues el festival conmemoraba la llegada de los primeros barcos americanos a Japón imponiendo la apertura del país para el comercio americano... los famosos barcos negros, llamados así por ser de hierro, tan distintos de lo que los japoneses habían visto hasta entonces... pero bueno, eso es otra historia. Por suerte, nuestro destino era un pueblecito donde no bajó nadie excepto nosotros, y volvimos a la tranquilidad.
La costa este está mucho más habitada que la oeste, todo eran casitas de vacaciones, y el hotel era un hotel boutique especializado en comida francesa. Pero no cenamos en el hotel, que era demasiado tarde. Yo no tenía hambre después de tanto sushi, y Mineko comió algo que compramos en una tienda de 24 horas, creo que el 7-eleven. Y me dí cuenta que estas tiendas, tan corrientes en todo el Japón, no habían llegado a la costa oeste.
El hotel, claro, tenía su baño termal, y en este caso lo podíamos reservar, y así lo hicimos. Era un baño exterior
La parte este tiene un paisaje muy espectacular, y al día siguiente fuimos a dar un paseo por unos acantilados de roca volcánica y pinos japoneses que parecían de película... y la verdad es que han rodado muchas películas en este paisaje.
La razón principal por la que fuimos a esta parte fue para ver la salida de sol y el eclipse anular. Pero otra vez el tiempo se puso en contra y no pudimos ver ni una cosa ni la otra... lástima.
De vuelta a Tokio pasamos por parajes cada vez más urbanos. Tomamos el shinkansen, el tren bala, pero la velocidad no pasó de los 270 kilómetros por hora... y es que los trenes más rápidos eran demasiado caros para nosotros.
De todo este viaje, lo que más me gustó fueron los baños, el paisaje por encima y por debajo de la superficie del mar, y el ambiente tan rural y pintoresco de la parte oeste. Dejad que los turistas vayan a la costa este.