domingo, septiembre 21, 2008

Uluru



El despertador me saca del sueño a las cinco de la mañana. Toca levantarse, que la salida del sol es un espectáculo que no hay que perderse. Los otros ocupantes de la habitación están durmiendo. Son dos jovencitas, creo que francesas, pero no lo tengo muy claro, pues llegaron a la una y media de la mañana, muy discretas y hablando bajito para no molestar, y a esas horas a ver quién se levanta para hablar con ellas. Y parece que eso de ver la salida del sol no les llama, y no se lo reprocho. Bueno, basta de pensar... a levantarse! Sin encender la luz, y evitando hacer ruido, cojo mis cosas y salgo fuera.

Es aun noche cerrada, y a trompicones voy a la cocina común para improvisarme un desayuno con leche, cereales y un plátano. Mientras desayuno aparecen Celia y Javier, que también se han levantado para ver la salida del sol. Van en autobús con guía, y con un poco de suerte la atracción incluye desayuno. Les deseo buena suerte y nos separamos. La noche empieza a clarear con las primeras luces del alba, y hay cada vez más movimiento por la zona. Los turistas están subiéndose a los autobuses, listos para partir. En otros lugares del mundo la hora punta es la hora de ir al trabajo. En este lugar, es el amanecer.

Me junto al tráfico y voy camino a Uluru. Mi primera parada es el mirador de la puesta de sol. El aparcamiento está completamente desierto, y delante de mí está la silueta de Uluru delante de un cielo sin nubes y con colores que van del azul marino al naranja, pasando por toda una gama de azules y rosas. El paraje desierto y sereno, y la roca como si estuviera a punto de despertarse.

Vuelvo a la carretera, donde el tráfico es aún más intenso, y llego al aparcamiento del mirador de la salida del sol. El lugar parece un camping más que otra cosa, con multitud de coches y autobuses, y grupos organizados preparando su desayuno. Me imagino que uno de esos grupos es el de Celia y Javier. Encuentro un hueco donde aparcar y a duras penas encuentro un lugar donde ver la roca sin que haya demasiada gente por delante. Justo a tiempo, el sol está a punto de salir. Poco a poco los rayos del sol empiezan a pintar la roca de naranja, empezando por arriba, y bajando hasta llegar a la base y los árboles, hasta que todo el paisaje está bañado por los colores cálidos del sol. Y unos minutos más tarde el aparcamiento se vacía de gente, gente que tiene sus horarios incluso en este lugar tan lejos de la civilización corriente. Otra vez el lugar es para mí. Ahora tengo tiempo para prepararme para el día, afeitarme, y ponerme crema protectora para el sol que ya empieza a mostrar su poder.

Ayer descubrí que los guardias del parque organizan un paseo gratuito con guía a las diez. Son casi las ocho, algo hay que hacer hasta entonces. Con lo que empiezo a caminar alrededor de la roca, empezando por la parte soleada y prediciendo que dentro de poco será un agobio caminar por esa zona por el calor. Esta roca, una vez que me acerco, se me antoja como uno de esos planetas que el principito de Saint-Exupéry recorrió en sus aventuras. Redonda, con recovecos y cuevas por todas partes, rezumando misterio e historias más viejas que el hombre. El tiempo pasa, el calor empieza a notarse. Llego al punto de encuentro donde hacen la visita guiada pero son las nueve, aun queda una hora para el paseo. Con lo que sigo mi recorrido alrededor de la roca, descubriendo partes misteriosas, partes sagradas que no se pueden fotografiar, partes con formas curiosas. El paso del tiempo ha esculpido la roca con figuras caprichosas. La roca misma, roja, o más bien naranja, contrasta con el verde de la vegetación, una vegetación que parece haber sido atraída por la roca por alguna fuerza misteriosa, en un desierto donde no esperaba ver nada verde. Los últimos kilómetros del paseo se tornan en carrera, pues el tiempo parece haberse acelerado y me arriesgo a llegar tarde a la cita con los guardas. Al final llego al coche, sofocado y con apenas quince minutos para llegar al otro extremo de la roca.

Llego al punto de encuentro justo a tiempo, la gente está esperando y el guarda llega justo después de mí. ¡Menos mal! El guarda es una jovencita rubia que al instante se convierte en modelo para mis fotos. Nos cuenta la leyenda de los Mala, una tribu aborígen cuyo totem es un cangurito que desgraciadamente está extinto en forma salvaje y solamente quedan unos pocos ejemplares en cautividad. La historia cuenta de tribus antiguas y un perro gigante, de lucha y huída del peligro. El guía nos lleva a lugares sagrados donde sólo los hombres de la tribu pueden ir, o donde sólo las mujeres pueden ir. Algunos de estos lugares no se pueden fotografiar porque son tabú para ciertos miembros de la tribu, y si alguien las fotografía y las publica hay riesgo de que sean vistas por gente de la tribu que no debiera verlas. Las historias que nos cuenta el guía no son completas porque tienen partes secretas que solamente los miembros de la tribu pueden saber por completo. Son historias que enseñan la tradición y costumbres de la tribu, y solamente los iniciados pueden apreciarlas. Yo me conformo con saber que existen, aunque me apena que estas historias tal vez desaparezcan con los que las cuenten si éstos no encuentran a las personas adecuadas a quien pasar las tradiciones.

Con las historias del guarda me entran más ganas de apuntarme al tour de Anangu y escuchar la historia de Kuniya la pitón, y así lo primero que hago al llegar al hotel es preguntar por el tour. Pero me dicen que se ha cancelado por falta de turistas. Parece ser que los turistas prefieren las grandes agencias, o más bien, las grandes agencias con sus garras que llegan a los países origen de los turistan, los atrae antes de que éstos sepan que hay agencias locales que ofrecen algo diferente. Por suerte hay otra actividad organizada por Anangu a la misma hora, un taller de pintura aborígen, y me apundo sin pensármelo dos veces.

De vuelta al hotel me encuentro con Celia y Javier, que habíamos quedado para comer. Intercambiamos impresiones rápidamente y me voy, dispuesto a crear mi obra de arte aborígen.

En el taller me encuentro con el mismo intérprete de ayer. La artista parece ser una de las dos guías de ayer, quien nos cuenta los misterios de la pintura aborígen. En su cultura no hay escritura, y las costumbres y conocimientos se pasan oralmente y dibujando en la arena o en rocas. Cada pintura tiene su historia que contar, y la mujer nos enseña cómo reconocer los símbolos del hombre, la mujer, el agua, la tierra y la vegetación, y los animales. Nos cuenta varias historias, incluída una versión breve de Kuniya la pitón y Mala el cangurito, mientras dibuja en el suelo, tal vez como se ha pasado el conocimiento de generación a generación. Nos cuenta que Uluru es el límite de cuatro tribus, una de ellas Anangu, su tribu. Todas las tribus de Australia están relacionadas de una forma u otra, y se intercambian historias. Y entre todas las historias hay una historia milenaria especial, compartida entre cuatro tribus. La historia empieza en la punta norte de Australia, cerca de Darwin, y transcurre de norte a sur hasta llegar a una tribu cerca de Adelaide. Cada tribu solamente puede contar su parte de la historia de modo que si uno quiere saber la historia completa tiene que recorrer toda Australia de norte a sur. Y todo esto me hace pensar en la película diez canoas y su historia, tan antigua pero a la vez tan moderna. Al final de sus lecciones nos dice, a través del intérprete: "Bien, os he dado mi historia. Ahora os toca a vosotros, dadme la vuestra". Es como un comercio de historias, algo que tal vez hayan hecho los aborígenes desde el principio de los tiempos. Y sin más, nos da lienzos y pintura, y nos deja pintar. Hice mi obra de arte, o más bien de desastre, juntando hombres, mujeres, canguros y pozos de agua, y luego tuve que explicar lo que quería decir, que ni siquiera yo sabía lo que estaba haciendo... ¡qué vergüenza! Mientras nosotros creábamos nuestras historias (la mayoría contaron la historia de su familia, y hay que ver qué bien que pintaban algunos), la artista creó otra de sus obras. Era un cuadro que representaba la historia de Mala, Uluru, el perro gigante, y los miembros de la tribu huyendo. Luego me pasé por la galería de arte, imaginándome qué historias y secretos guardaban dentro los cuadros expuestos. Al final me compré uno que me contaba algo. Algo que tal vez no sea lo que el pintor quería decir, pero da igual. Es una historia secreta que sólo compartimos el cuadro y yo.

Son más de las cuatro. El calor abrasa menos que ayer, o tal vez me he acostumbrado a él, y me quedo paseando por el lugar entre la roca y el taller de pintura. Los turistas han desaparecido, solamente estamos la roca y yo. Cada metro es distinto. La vegetación se combina con Uluru para crear estampas distintas y artísticas. Después de la clase de pintura todo me parece distinto. Uluru se siente más vivo que nunca, y su belleza roja, majestuosa, se mezcla con el verde de la vegetación. El silencio lo llena todo. El cielo, azul, sin nubes. El suelo, rojo.

Estando así me encuentro con una mujer en bicicleta. Es una bicicleta con aspecto más bien viejo, llena de alforjas. Es la misma mujer que vía ayer en Kata-Tjuta, a unos cincuenta kilómetros de aquí. Le preguto de dónde viene: "de Alemania", me responde. "Sí, ya, pero no has venido en bici desde allí, ¿o sí?", le pregunto con un tono un poco burlón. "Bueno, no, hay partes en donde no pude usar la bici", me contesta. Su nombre es Annemarie, alemana, que una vez soñó con viajar en bici hasta Australia, y dicho y hecho, se pasó seis años en bici para llegar hasta aquí. Fue todo un honor para mí el hacerle unas cuantas fotos para su página web.

Llega la hora de la puesta de sol, y vuelvo al mirador donde empezó el día, hace ya tanto tiempo. El lugar está lleno de gente, han vuelto los turistas. Encuentro un sitio donde aparcar, y enfrente se muestra Uluru, bajo un cielo donde empiezan a aparecer nubes. Las nubes juegan con Uluru, y su figura empieza a llenarse de sombras y claros a medida que las nubes se mueven. Y así, a esta hora del día cuando el color de la roca cambia cada minuto, se juntan las figuras creadas por las nubes, y hacen que a cada segundo la roca cambie completamente. Pero me resistí a la tentación, y solamente hice 27 fotos durante estos minutos.

Ya en el hotel ceno con Celia y Javier. Ellos se van al día siguiente a su siguiente etapa en Kakadu, en el norte de Australia. Tal vez ellos descubran el principio de la historia milenaria. Nos despedimos bajo un cielo estrellado, esta vez sin la molestia del guía turístico. Estuvimos un rato viendo las estrellas, yo con mis libros de astronomía y mi mapa celeste, intentando enseñarles lo que sabía de las estrellas, que no es mucho. Pero por lo menos encontramos la vía láctea y alguna que otra nebulosa.

2 comentarios:

Esther Hhhh dijo...

Que chula esta parte del viaje, Diego... Tiene su punto místico esta roca, la verdad. ¿Y no sientes curiosidad por escuchar las partes que te faltan de la historia? Yo la tendría, jejejeje..

Que valiente y que fuerza tiene Annemarie y que valor, ¿no? Lleva seis años recorriendo el mundo en bici... El día que vuelva a su casa se va a sentir rara, jejeje... Por cierto he entrado en su web pero no he logrado encontrar las fotos ni tuyas ni de sus otras expediciones, aish.

Besitossssss

PD:Ya tengo ganas de leer el próximo capítulo

Unknown dijo...

Hola Esther, las historias llegan cuando les toca llegar, ya las oiré en otra ocasión... siempre es una excusa para volver.