martes, septiembre 23, 2008

Rocas, árboles y meteoritos




Esta mañana me levanto más tarde de lo acostumbrado. Por primera vez no tengo que ir a ver la salida del sol, y me quedo en el hostal a desayunar. Bueno lo llamo hostal por ponerle un nombre, realmente es un resorte turístico (¿se dice así?), que tiene alojamiento para todos los gustos, desde camping hasta habitaciones de lujo. Mi opción fue la más barata sin tener que acampar. La habitación tiene tres camas y es para cuatro personas, pero en esta ocasión no hay nadie más, es toda para mí. Hay una cocina a compartir entre otras habitaciones pero descubro que no tiene utensilios ni cubiertos, simplemente fogones para cocinar. Necesito un plato hondo, o por lo menos un cazo, donde poner mis cereales con leche, pero no hay nada. Al final voy a la tienda y me compro cubiertos de plástico y uno de esos postres helados. Después de tomar el postre uso el vaso para mis queridos cereales, y a disfrutar del día.

Llego al cañón de los reyes temprano, antes de las nueve. El plan es, como los otros días, hacer el paseo principal de buena mañana antes de que el sol caliente demasiado, y antes de que lleguen los grandes grupos de turistas.

El paseo me lleva por el borde del cañón. Abajo se ve el río seco con sus seres nocturnos misteriosos, y delante de mí el paisaje es rocoso, con colinas de roca pura y arbolitos que desafían el terreno y el clima tan árido del lugar. La combinación de rocas y árboles se convierte en la protagonista de este paseo. Las rocas parecen los restos de unas ruinas milenarias de una civilización perdida. Y los árboles, retorcidos y con pocas ramas, parecen como esculpidos a propósito para crear, junto con las rocas, un paisaje como los que se ven en las pinturas chinas de los museos. Mi afición al bonsai me hace fijarme en estos árboles más que en otra cosa del paisaje. Muchos de los especímenes que se ven en revistas de bonsais y en exposiciones son estéticamente bonitos pero decididamente artificiales. Estos árboles, en cambio, combinan una estética y una forma tan natural que no quiero perderme los detalles, tengo que crear algo así cuando vuelva a mi jardín. La cámara de fotos trabaja sin cesar, y me paro cada cincuenta metros para observar y fotografiar árbol tras árbol. El tiempo pasa, llegan los grandes grupos de turistas, pero yo sigo, absorto, mirando a los árboles e ignorando las vistas de precipicios al tajo que son tan admiradas por los turistas.

Una razón por la que hago este paseo es que hay un tesoro de geocache escondido entre las rocas que quiero encontrar, y poco a poco me voy a acercando al escondite, con el GPS en mano. Mientras camino, parando de árbol en árbol para hacer fotos, oigo a un grupo de turistas estadounidenses decir la palabra "cache". ¿Estarán haciendo geocache también? No estoy acostumbrado al acento americano, tal vez hablan de dinero ("cash")? ¿Será que han perdido dinero y lo están buscando? Yo sigo mi camino, adelantándolos en mi viaje de árbol en árbol, y ellos adelantándome a mí cuando me paro a hacer fotos. Y en una de estas ocasiones uno de ellos ve mi GPS. "¿Ah, haces geocaching?", me pregunta. Pues sí, resultan que ellos también son buscadores de tesoros. Qué casualidad, es la primera vez que me encuentro con geocachers, y encontrarlos en este lugar tan remoto es algo inesperado. Me cuentan que no pensaban buscar tesoros en terrenos difíciles y no tienen detalles de éste, con lo que no vienen preparados. Les ofrezco dejarles mi GPS después de que yo haya encontrado el tesoro, pero al final, como yo me paro tan frecuentemente, ellos deciden seguir su camino. Cuando encuentro el tesoro no les veo por el camino, lástima para ellos.

Sigo el camino, parándome en todo árbol que se ponga por delante, disfrutando del paisaje que se ve desde el borde del cañón, y asombrándome de encontrar el jardín de Edén, un estanque de agua, un oasis en este desierto, lleno de pájaros y animales acuáticos. Es ya casi mediodía, mucho más tarde de lo planeado, y hay tantos turistas que el oasis no se puede disfrutar con tranquilidad, con lo que sigo el camino, casi corriendo ahora, que aún queda mucho que hacer este día.

Acabo el paseo y me preparo para la aventura principal de este viaje, que es el conducir por el circuito Mereenie. Es un atajo por el desierto, una carretera sin asfaltar que me llevará a Glen Helen, la tierra de Namatjira, a través de territorio aborígen. Esta carretera es el motivo por el que he alquilado un 4x4 en vez de un coche normalito.

La carretera me lleva por una zona despoblada, cubierta de vegetación árida. Apenas pasan coches, y cuando uno llega tengo que subir la ventanilla para evitar que entre el polvo del camino. La carretera no está tan mal como esperaba. Podría haber ido en un coche normal con un poco cuidado, pero ya que tengo éste aprovecho para apretar el acelerador para ir lo más rápido posible. Es una carretera recta pero con multitud de desniveles, y en más de una ocasión da la impresión de que el coche salta como si esto fuera un rally.

Llego al desvío de Tnorala. Tnorala es el resto del cráter de un cometa que cayó al principio de los tiempos. En su tiempo el cráter fue de 20 kilómetros de diámetro, pero lo que queda tras la erosión son las rocas comprimidas bajo el impacto, que ahora parecen colinas simplemente por que el terreno circundante, más blando, ha sido llevado por la erosión. Es el cráter dentro del cráter. La carretera del desvío es mucho más difícil y arenosa que la carretera principal, y aquí si que hay que conducir lento para evitar quedarse estancado en la arena. Ahora sí es cuando agradezco haber alquilado este coche, que con no ser un todoterreno por lo menos tiene tracción a las cuatro ruedas.

Tnorala, como tantos accidentes geológicos de la zona, es un lugar venerado por los aborígenes. Cuenta la leyenda que se formó cuando, allá en el cielo, un grupo de mujeres estaba danzando. Una de ellas dejó el bebé en la plataforma donde estaban bailando, y el bebé se cayó de la plataforma, su cuna impactando en la tierra. Las mujeres son la Vía Láctea, y el impacto de la cuna es Tnorala. Esta es la leyenda, que no se aleja tando de lo que dice la ciencia occidental. En tiempos más recientes, antes de la llegada del hombre blanco, hubo una gran masacre entre tribus aborígenes, y desde entonces no se está permitido pasar la noche en el lugar por respeto.

Soy el único en el lugar. Empieza a atardecer, y doy un paseo siguiendo el sendero entre la vegetación. El silencio es absoluto. Aquí no se oye ni la brisa, ni el volar de las moscas. Después de tantas horas en coche, el silencio se nota más, lo llena todo, y en cierto modo amplifica el ruido de las pisadas hasta tal punto que no puedo más, y me paro. Aquí estoy, en el cráter del cráter de un cometa, solo, en silencio absoluto. El tiempo se para y se me antoja que no hay nada detrás de las colinas. Vuelvo a caminar, pero el ruido de las pisadas se me hace insoportable. Al final me quito los zapatos y acabo el recorrido descalzo, en silencio. No soy nadie, simplemente una visión en este lugar tan lleno de leyenda y tragedia. Esta experiencia sin duda será la más impactante del viaje. Me parece que un silencio tan absoluto jamás lo volveré a encontrar, y lo disfruto como una joya preciada y escasa, algo que está destinado a desaparecer de este mundo. Al fin y al cabo, como dice la canción, el silencio tiene sonido, un sonido más fuerte de lo que me podía imaginar.

De vuelta al coche, y al ruido, llego a un mirador donde se aprecia la forma de Tnorala, un grupo circular de colinas en medio de la planicie del desierto.

Llego a Glen Helen a punto de anochecer, justo a tiempo para la función solar de todos los días, cuando el sol pinta las montañas circundantes de oro y púrpura, unas montañas que tan bien supo pintar Albert Namatjira, el pintor aborígen que juntó la técnica occidental con los sentimientos aborígenes, creando una escuela de pintura tan distinta. Alguien que, como descubrí años atrás en un museo de Canberra, fue la primera persona que fue capaz de dar expresión a los eucaliptos y las montañas australianas.

Llego por fin al alojamiento, donde descubro que mi reserva por teléfono no existe. Por suerte el lugar no está lleno y tengo una habitación a compartir, toda para mí. La habitación es más pequeña que la de los otros lugares, con dos literas, y muy rústica. Pero por el precio que me piden no me quejo.

1 comentario:

Esther Hhhh dijo...

Hola Diego.. Antes que nada, en castellano Resort es Resort, igual, no se traduce. La traducción que se acerca es "ciudad de vacaciones" pero hoy en día este segundo término apenas se usa. Por otro lado los resorts no siempre cumplen las condiciones para ser considerados Ciudad de Vacaciones. (Esto es parte de lo que estudio, por eso lo sé)

Ese silencio del que hablas es muy típico del desierto. Algo así escuché yo cuando fui, y eso que había gente, lo cual lo hacía más espectacular, pues se escuchaba el silencio a través del ruido de la gente, extraño ¿verdad?

Me está gustando tu viaje, aunque llevas retraso y se te acumulan las experiencias, así que ponte pronto al día en el diario, jejeje...

Besitos